sábado, 27 de abril de 2013

Paso de la huida de sí al autorreconocimiento


De la huida al encuentro.

 

            Las exigencias de nuestra sociedad, los valores culturales que se proponen, en suma, nos ofrecen un “caldo de cultivo” propicio a la dispersión, a la aceleración, a la alienación. No se trata de demonizar el entorno, sino simplemente tomar conciencia que la actitud de “interioridad, reflexión y serenidad” necesaria para la construcción feliz de nuestro proyecto de vida, no es precisamente una habilidad fomentada por la sociedad. Por este motivo no es poco usual que sin darnos cuenta de pronto asumamos posiciones de “huida” frente a las exigencias y embates de nuestro complejo mundo interior.

            Las estrategias de “huida” (que implica un rechazo inconciente a escuchar la propia verdad) son tan numerosos como personas hay en este mundo. Podemos señalar algunos signos que nos ayudarán a descubrir que alguna de ellas pueden estar activas en nosotros:

 

-Incapacidad de relajarse: es verdad que solemos estar saturados de actividad y responsabilidades, hasta tal punto que por doquier escuchamos la queja común: “no tengo tiempo”… Pero verdad es también que en varias oportunidades somos nosotros mismos los que buscamos llenarnos de actividades evitando inconcientemente un necesario tiempo de distensión donde tal vez nuestro interior se le ocurra hablarnos… y nosotros no estemos en disposición de escucharlo. Hay momentos en los que uno se siente muy incómodo ante un momento de silencio, ante una reflexión, ante una ausencia de estímulo fuerte. Esa sensación de “incomodidad” es, paradójicamente, el primer síntoma de que necesitamos precisamente de ese silencio… para escucharnos.

 

-extrañeza frente a sí mismo: muchas veces actuamos por una serie de hábitos y conductas aprendidas que no nos representan. Puede suceder que nos escuchemos hablar, y, aunque sabemos que es nuestra voz la que escuchamos, nos parece que las palabras no brotaran de nosotros mismos. Esto puede incluso acentuarse hasta el extremo de no reconocernos en el otro, es decir, sentimos que los demás nos tratan según una imagen que ellos tienen sobre nosotros, y puede que incluso nosotros hayamos ofrecido dicha imagen, y sin embargo no sentirnos representados por ella. Lo típico de este estado en un profundo sentimiento de soledad, aún cuando estemos rodeados de gente que dice querernos, pues la impresión es que nadie nos conoce realmente, nadie nos ha descubierto desde nuestra forma única y original de ser; por eso, aunque las muestras de afecto se multipliquen, nunca nos sentiremos queridos realmente.

 

-angustias, miedos, inseguridades interiores difusos, que aparentemente no tienen causa, por eso parecen ilógicos, y esa impresión agudizan aún más las angustias. En el plano físico esto se traduce como trastorno en el sueño, en la alimentación, fatiga, malestar… lo que comúnmente se denomina “stress”.

 

            El paso que debemos dar, entonces, para dejar de huir, es el encuentro: encuentro conmigo mismo/misma, como condición necesaria para el encuentro con Dios y con el prójimo (recuérdese que esta palabra significa “próximos”, lo cual incluye a la familia, a los amigos, etc).

 

            Sucede que nuestro mundo interno es muy complejo; es, en todo el sentido de la palabra, un universo propio, donde podemos llegar a experimentar deseos encontrados, recuerdos que nos bloquean, causas que todavía están abiertas, necesidades sutiles que no descubrimos. Ese universo es tan rico que apenas si basta una vida entera para conocerlo y comprenderlo.

 

            Es posible que a raíz de algunos fracasos tengamos una valoración negativa sobre nuestra interioridad, de allí el miedo a escucharnos, porque ese ser íntimo puede llegar a darnos vuelta o descompaginarnos lo que con tanto esfuerzo hemos logrado hasta ahora. ¿Qué puede suceder si de pronto nos damos cuenta que odiamos nuestro trabajo? ¿Qué puede sucedes si nos damos cuenta que no amamos tanto a nuestra familia como decimos hacerlo?

Estos miedos aparecen, sin embargo las más de las veces carecen totalmente de fundamento.

 

            Algo fundamental a tener en cuenta: este “viaje” hacia nuestro interior que pone un “basta” definitivo a la huída, y nos lanza al encuentro con nosotros mismos, no lo haremos solos, sino de la mano del Espíritu de Dios, el único que nos puede revelar la verdad, y el único que puede hacer posible todas las cosas.

 

            Para este paso tan íntimo y tan radical no estamos solos: la gracia de Dios, operada en la Pascua de Jesús, está en nosotros, animándonos desde dentro, iluminándonos, fortaleciéndonos. Por eso debemos pedir el don de poder dar este paso, y, al escucharnos a nosotros mismos, debemos antes ponernos en manos del Padre, porque sólo Él puede abrir caminos que desde nuestras solas fuerzas estarían bloqueados.

 

La posibilidad de realizar este paso es parte de nuestra “redención”, la gracia por excelencia que Jesús nos regala en su Pascua.

 

Tal vez el giro que hemos dado desde la descripción de las huidas al “paso” hacia el encuentro, tengan la sensación que hemos traspasado casi violentamente desde el plano psicológico al espiritual. Pero es que nosotros, aún cuando complejos, somos una unidad, por eso nuestra relación con Dios es necesaria (honestamente no concibo otro modo de vivir a pleno), para la armonización, el orden y el desarrollo de nuestra persona en sentido integral.

 

 

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