De la huida al encuentro.
Las exigencias de
nuestra sociedad, los valores culturales que se proponen, en suma, nos ofrecen
un “caldo de cultivo” propicio a la dispersión, a la aceleración, a la
alienación. No se trata de demonizar el entorno, sino simplemente tomar
conciencia que la actitud de “interioridad, reflexión y serenidad” necesaria
para la construcción feliz de nuestro proyecto de vida, no es precisamente una
habilidad fomentada por la sociedad. Por este motivo no es poco usual que sin
darnos cuenta de pronto asumamos posiciones de “huida” frente a las exigencias
y embates de nuestro complejo mundo interior.
Las estrategias de “huida”
(que implica un rechazo inconciente a escuchar la propia verdad) son tan
numerosos como personas hay en este mundo. Podemos señalar algunos signos que
nos ayudarán a descubrir que alguna de ellas pueden estar activas en nosotros:
-Incapacidad de relajarse: es verdad que solemos estar saturados de
actividad y responsabilidades, hasta tal punto que por doquier escuchamos la queja
común: “no tengo tiempo”… Pero verdad es también que en varias oportunidades
somos nosotros mismos los que buscamos llenarnos de actividades evitando
inconcientemente un necesario tiempo de distensión donde tal vez nuestro
interior se le ocurra hablarnos… y nosotros no estemos en disposición de
escucharlo. Hay momentos en los que uno se siente muy incómodo ante un momento
de silencio, ante una reflexión, ante una ausencia de estímulo fuerte. Esa
sensación de “incomodidad” es, paradójicamente, el primer síntoma de que
necesitamos precisamente de ese silencio… para escucharnos.
-extrañeza frente a sí mismo: muchas veces actuamos por una serie de
hábitos y conductas aprendidas que no nos representan. Puede suceder que nos
escuchemos hablar, y, aunque sabemos que es nuestra voz la que escuchamos, nos
parece que las palabras no brotaran de nosotros mismos. Esto puede incluso
acentuarse hasta el extremo de no reconocernos en el otro, es decir, sentimos
que los demás nos tratan según una imagen que ellos tienen sobre nosotros, y
puede que incluso nosotros hayamos ofrecido dicha imagen, y sin embargo no
sentirnos representados por ella. Lo típico de este estado en un profundo
sentimiento de soledad, aún cuando estemos rodeados de gente que dice
querernos, pues la impresión es que nadie nos conoce realmente, nadie nos ha
descubierto desde nuestra forma única y original de ser; por eso, aunque las
muestras de afecto se multipliquen, nunca nos sentiremos queridos realmente.
-angustias, miedos, inseguridades interiores difusos, que aparentemente
no tienen causa, por eso parecen ilógicos, y esa impresión agudizan aún más las
angustias. En el plano físico esto se traduce como trastorno en el sueño, en la
alimentación, fatiga, malestar… lo que comúnmente se denomina “stress”.
El paso que debemos
dar, entonces, para dejar de huir, es el encuentro: encuentro conmigo
mismo/misma, como condición necesaria para el encuentro con Dios y con el
prójimo (recuérdese que esta palabra significa “próximos”, lo cual incluye a la
familia, a los amigos, etc).
Sucede que nuestro
mundo interno es muy complejo; es, en todo el sentido de la palabra, un
universo propio, donde podemos llegar a experimentar deseos encontrados,
recuerdos que nos bloquean, causas que todavía están abiertas, necesidades
sutiles que no descubrimos. Ese universo es tan rico que apenas si basta una
vida entera para conocerlo y comprenderlo.
Es posible que a raíz
de algunos fracasos tengamos una valoración negativa sobre nuestra
interioridad, de allí el miedo a escucharnos, porque ese ser íntimo puede
llegar a darnos vuelta o descompaginarnos lo que con tanto esfuerzo hemos
logrado hasta ahora. ¿Qué puede suceder si de pronto nos damos cuenta que
odiamos nuestro trabajo? ¿Qué puede sucedes si nos damos cuenta que no amamos
tanto a nuestra familia como decimos hacerlo?
Estos miedos aparecen, sin embargo las más de las veces carecen
totalmente de fundamento.
Algo fundamental a
tener en cuenta: este “viaje” hacia nuestro interior que pone un “basta”
definitivo a la huída, y nos lanza al encuentro con nosotros mismos, no lo
haremos solos, sino de la mano del Espíritu de Dios, el único que nos puede
revelar la verdad, y el único que puede hacer posible todas las cosas.
Para este paso tan
íntimo y tan radical no estamos solos: la gracia de Dios, operada en la Pascua de Jesús, está en
nosotros, animándonos desde dentro, iluminándonos, fortaleciéndonos. Por eso
debemos pedir el don de poder dar este paso, y, al escucharnos a nosotros
mismos, debemos antes ponernos en manos del Padre, porque sólo Él puede abrir
caminos que desde nuestras solas fuerzas estarían bloqueados.
La posibilidad de realizar este paso es parte de nuestra “redención”, la
gracia por excelencia que Jesús nos regala en su Pascua.
Tal vez el giro que hemos dado desde la descripción de las huidas al
“paso” hacia el encuentro, tengan la sensación que hemos traspasado casi
violentamente desde el plano psicológico al espiritual. Pero es que nosotros,
aún cuando complejos, somos una unidad, por eso nuestra relación con Dios es
necesaria (honestamente no concibo otro modo de vivir a pleno), para la
armonización, el orden y el desarrollo de nuestra persona en sentido integral.
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