lunes, 17 de septiembre de 2012

Para mantener la esperanza frente a las frustraciones


En la vida no todo sucede como esperamos. Difícilmente alguno de nosotros no haya pasado por la experiencia de la desilusión. Dolorosa: ¿verdad? Sobre todo si se ha tratado de algún proyecto o situación que nos parecía tan nuestro, tan vital para el logro de nuestros objetivos. No pocas personas poseemos una cierta predisposición psicológica a no volver a entusiasmarnos con nada, pensando que de ese modo no sentiremos frustración en caso que no suceda lo que esperamos. El resultado es ciertamente negativo, pues cuando algo nos está saliendo bien, de pura desconfianza en el éxito, sin darnos cuenta terminamos entorpeciendo la cosa, con lo cual se reafirma el círculo vicioso de la “mala suerte”.

            Por mucho que nos cueste, un sano optimismo previo es capital para la consecución de nuestros fines. Aunque muchas veces hayamos experimentado la triste sensación del fracaso, no debemos desesperar; la vida se nos ensombrece en demasía cuando nos negamos a la esperanza de conseguir lo que deseamos.

            Lo que sucede es que a veces hemos desplegado demasiadas expectativas alrededor de algo que no tenía de por sí la capacidad de otorgárnosla. Como dice sabiamente el refrán “pedimos peras al olmo”. En el campo afectivo esto es básico para tener en cuenta a la hora de entretejer relaciones cercanas (pareja, amigos, familia); no podemos pedirles a todos los que nos rodean que colmen nuestras expectativas sobre ellos; pues, por mucho que se esfuercen, no lo podrán conseguir. No porque no sean idóneos, o no sean las personalidades apropiadas para nosotros, sino porque ninguna relación humana es perfecta y colma al cien por cien la soledad propia de cada individuo. Cuando uno acepta esta verdad, cuando convierte las exigencias en actitudes más oblativas, sucede por lo general que no sólo bajan nuestros niveles de frustración, sino que las satisfacciones reales que los otros nos estaban otorgando siempre (y que por tanto exigir no alcanzamos a verlas) comienzan a llenar esos espacios vacíos. Digo “por lo general” porque hay relaciones contraproducentes, que nos dañan, a las que, de no poder revertirse el daño, no queda más solución que la separación. Con las personas, situaciones, recuerdos, ideas, formas de enfrentar la vida… lo que sea… que nos produzca daño, hay que cortar. La amputación a tiempo de un miembro irreversiblemente enfermo, salva la totalidad del cuerpo.

 

            Otra fuente de frustración es la fantasía. Nos imaginamos en una situación deseada, recreamos mentalmente miles de escenas que nos anticipan el gozo de lo querido… y cuando se desarrolla en la realidad lo que hemos esperado, difícilmente tenga esa misma carga de gratificación con respecto a lo fantaseado. Nos hemos pintado un mundo de color en nuestra fantasía, y la realidad demostró ser gris. Por algo tenemos mayor propensión a la fantasía en la juventud, no así en la etapa madura. Si bien las frustraciones tiene la capacidad de hacernos medir con mayor realismo las expectativas que desarrollamos alrededor de nuestros proyectos, la ausencia total de ilusión nos hace más sombríos y menos temerarios; y ciertamente, si queremos conseguir frutos buenos de nuestras propias vidas, no podemos renunciar del todo a la temeridad. Que las experiencias de frustraciones nos hagan sabios y prudentes es excelente en grado sumo; que nos hagan desalentados y temerosos al cambio, es contraproducente.

            Por más que hayamos tenidos despertares abruptos, no se puede renunciar al sueño. Porque el sueño es el encanto de la vida, es la ilusión que nos hace personas originales dentro de esta sociedad que uniforma, nos da la energía espiritual que necesitamos para vencer la rutinización del día a día en la que parecemos esclavos del reloj.

            Y los sueños, los auténticos sueños, se cumplen a la larga. Tal vez soñemos con formar una familia armónica y feliz; en el momento de estarla realizando hemos fantaseado con escenas ideales donde el amor triunfa sobre cualquier dificultad… No es poco común, al cabo de algunos años (días en algunos casos), darse con la realidad que las cosas no suceden como se soñó, que hay más dificultades de las esperadas, que “no todo es color rosa”… Este desencanto es tan normal que creo incluso, es inevitable. Es el momento donde la esperanza (el sueño) se hace heroico, pues es muy fácil caer en la tentación de dejar de soñar y acomodarse a la idea que “es así”, que nada podemos cambiar, que hemos tenido mala suerte, que simplemente nos tenemos que acomodar lo mejor posible a esta realidad.

            Es esa la situación donde debemos “esperar contra toda esperanza”. El amor sigue siendo posible, nada más que la realidad nos descubrió que necesitamos invertir mucho de nosotros mismos, que es un proceso donde el elemento tiempo es fundamental, que, aún cuando no perfecto, es por lo menos perfectible. El amor sigue siendo posible, nada más que no viene dado: lo debemos construir, y contruir en medio de grandes dosis de descontento, frustraciones, dificultades. Por lo tanto, si renunciamos a soñar, renunciamos a la fuerza que necesitamos para conseguir lo propuesto.

            La esperanza es el motor de la vida. En situaciones límites es una apuesta, hasta diría yo un salto al vacío. Un salto imposible si no nos acompaña una fe profunda en la Providencia de Dios. Por eso la fe y la esperanza están íntimamente relacionadas.

 

            La Providencia de Dios es esa Voluntad Paterno Materna por la que Dios nos arma el escenario favorable para el despliegue de nuestra existencia. Como somos personas libres y responsables, la vida resulta una construcción nuestra; nosotros somos artífices de lo que nos sucede, y en gran medida, de lo que nos sucederá; lo que Dios hace es acercarnos las condiciones externas (e internas, que en definitiva son las más importantes) para que nosotros elijamos un “destino” que tenga la real capacidad de otorgarnos felicidad, y las fuerzas para no decaer en los momentos de crisis.

            Confiar en esta Providencia nos abre horizontes insospechados, nos regala una auténtica libertad, y nos abre a la alegría de la vida. Porque nuestras previsiones humanas (por exactas que fueran) siempre tienen un límite: no manejamos futuro. Podemos prever ciertas cosas, pero el mañana trae oportunidades y dificultades no esperadas; si cargamos totalmente sobre nuestras espaldas la previsión de futuro, no sólo no podemos garantizar que las cosas se den conforme nuestra previsión, sino que incluso nos ligamos una carga demasiado pesada para nuestras espaldas. Es nuestro deber planificar y ser previsores… pero una vez que hicimos todo lo que pudimos, se lo entregamos a la Providencia de Dios y dejamos que Él se encargue de lo que vendrá… Mientras nosotros nos detenemos a disfrutar del momento presente. Porque si nos hacemos cargo absolutamente del futuro, no nos queda espacio para las cosas del hoy. Y hay cosas importantes que suceden día a día. El tiempo es HOY:

 

Hoy es el tiempo para reconciliarme

Hoy es el tiempo para compartir con mis hijos

Hoy es el tiempo para disfrutar del descanso

Hoy es el tiempo para pasarla en familia

Hoy es el tiempo para dar un paseo

Hoy es el único tiempo para disfrutar.

 

Porque el mañana siempre será mañana. Con responsabilidad, debemos prever algo de futuro, pero vivir el presente. Esto es posible si confiamos en la Providencia de Dios. Por eso la fe libera, porque permite dejar en manos de Dios aquello que no está a nuestro alcance para poder concentrarnos en lo que realmente está bajo nuestro dominio: el hoy.

 

La fe, que es proceso y  tiene sus momentos de altibajos, nos otorga una mirada esperanzadora y a la vez realista de la vida. Nos hace descubrir el gran valor de las cosas pequeñas, el gran momento de nuestras vidas en las que nos dedicamos a gestos tan simples como abrazar, mimar, dialogar, acompañar a nuestros seres queridos. No hay tesoro más grande que el amor, aún cuando imperfecto porque es, en todo caso, perfectible.

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