En la vida no todo sucede como esperamos. Difícilmente alguno de
nosotros no haya pasado por la experiencia de la desilusión. Dolorosa: ¿verdad?
Sobre todo si se ha tratado de algún proyecto o situación que nos parecía tan
nuestro, tan vital para el logro de nuestros objetivos. No pocas personas
poseemos una cierta predisposición psicológica a no volver a entusiasmarnos con
nada, pensando que de ese modo no sentiremos frustración en caso que no suceda
lo que esperamos. El resultado es ciertamente negativo, pues cuando algo nos
está saliendo bien, de pura desconfianza en el éxito, sin darnos cuenta
terminamos entorpeciendo la cosa, con lo cual se reafirma el círculo vicioso de
la “mala suerte”.
Por mucho que nos
cueste, un sano optimismo previo es capital para la consecución de nuestros
fines. Aunque muchas veces hayamos experimentado la triste sensación del
fracaso, no debemos desesperar; la vida se nos ensombrece en demasía cuando nos
negamos a la esperanza de conseguir lo que deseamos.
Lo que sucede es que a
veces hemos desplegado demasiadas expectativas alrededor de algo que no tenía
de por sí la capacidad de otorgárnosla. Como dice sabiamente el refrán “pedimos
peras al olmo”. En el campo afectivo esto es básico para tener en cuenta a la hora
de entretejer relaciones cercanas (pareja, amigos, familia); no podemos
pedirles a todos los que nos rodean que colmen nuestras expectativas sobre
ellos; pues, por mucho que se esfuercen, no lo podrán conseguir. No porque no
sean idóneos, o no sean las personalidades apropiadas para nosotros, sino
porque ninguna relación humana es perfecta y colma al cien por cien la soledad
propia de cada individuo. Cuando uno acepta esta verdad, cuando convierte las
exigencias en actitudes más oblativas, sucede por lo general que no sólo bajan
nuestros niveles de frustración, sino que las satisfacciones reales que los
otros nos estaban otorgando siempre (y que por tanto exigir no alcanzamos a
verlas) comienzan a llenar esos espacios vacíos. Digo “por lo general” porque
hay relaciones contraproducentes, que nos dañan, a las que, de no poder
revertirse el daño, no queda más solución que la separación. Con las personas,
situaciones, recuerdos, ideas, formas de enfrentar la vida… lo que sea… que nos
produzca daño, hay que cortar. La amputación a tiempo de un miembro
irreversiblemente enfermo, salva la totalidad del cuerpo.
Otra fuente de
frustración es la fantasía. Nos imaginamos en una situación deseada, recreamos
mentalmente miles de escenas que nos anticipan el gozo de lo querido… y cuando
se desarrolla en la realidad lo que hemos esperado, difícilmente tenga esa
misma carga de gratificación con respecto a lo fantaseado. Nos hemos pintado un
mundo de color en nuestra fantasía, y la realidad demostró ser gris. Por algo
tenemos mayor propensión a la fantasía en la juventud, no así en la etapa
madura. Si bien las frustraciones tiene la capacidad de hacernos medir con
mayor realismo las expectativas que desarrollamos alrededor de nuestros
proyectos, la ausencia total de ilusión nos hace más sombríos y menos
temerarios; y ciertamente, si queremos conseguir frutos buenos de nuestras
propias vidas, no podemos renunciar del todo a la temeridad. Que las
experiencias de frustraciones nos hagan sabios y prudentes es excelente en
grado sumo; que nos hagan desalentados y temerosos al cambio, es
contraproducente.
Por más que hayamos tenidos
despertares abruptos, no se puede renunciar al sueño. Porque el sueño es el
encanto de la vida, es la ilusión que nos hace personas originales dentro de
esta sociedad que uniforma, nos da la energía espiritual que necesitamos para
vencer la rutinización del día a día en la que parecemos esclavos del reloj.
Y los sueños, los
auténticos sueños, se cumplen a la larga. Tal vez soñemos con formar una
familia armónica y feliz; en el momento de estarla realizando hemos fantaseado
con escenas ideales donde el amor triunfa sobre cualquier dificultad… No es
poco común, al cabo de algunos años (días en algunos casos), darse con la
realidad que las cosas no suceden como se soñó, que hay más dificultades de las
esperadas, que “no todo es color rosa”… Este desencanto es tan normal que creo
incluso, es inevitable. Es el momento donde la esperanza (el sueño) se hace
heroico, pues es muy fácil caer en la tentación de dejar de soñar y acomodarse
a la idea que “es así”, que nada podemos cambiar, que hemos tenido mala suerte,
que simplemente nos tenemos que acomodar lo mejor posible a esta realidad.
Es esa la situación
donde debemos “esperar contra toda esperanza”. El amor sigue siendo posible,
nada más que la realidad nos descubrió que necesitamos invertir mucho de nosotros
mismos, que es un proceso donde el elemento tiempo es fundamental, que, aún
cuando no perfecto, es por lo menos perfectible. El amor sigue siendo posible,
nada más que no viene dado: lo debemos construir, y contruir en medio de
grandes dosis de descontento, frustraciones, dificultades. Por lo tanto, si
renunciamos a soñar, renunciamos a la fuerza que necesitamos para conseguir lo
propuesto.
La esperanza es el
motor de la vida. En situaciones límites es una apuesta, hasta diría yo un
salto al vacío. Un salto imposible si no nos acompaña una fe profunda en la Providencia de Dios.
Por eso la fe y la esperanza están íntimamente relacionadas.
Confiar en esta
Providencia nos abre horizontes insospechados, nos regala una auténtica
libertad, y nos abre a la alegría de la vida. Porque nuestras previsiones
humanas (por exactas que fueran) siempre tienen un límite: no manejamos futuro.
Podemos prever ciertas cosas, pero el mañana trae oportunidades y dificultades
no esperadas; si cargamos totalmente sobre nuestras espaldas la previsión de
futuro, no sólo no podemos garantizar que las cosas se den conforme nuestra
previsión, sino que incluso nos ligamos una carga demasiado pesada para
nuestras espaldas. Es nuestro deber planificar y ser previsores… pero una vez
que hicimos todo lo que pudimos, se lo entregamos a la Providencia de Dios y
dejamos que Él se encargue de lo que vendrá… Mientras nosotros nos detenemos a
disfrutar del momento presente. Porque si nos hacemos cargo absolutamente del
futuro, no nos queda espacio para las cosas del hoy. Y hay cosas importantes
que suceden día a día. El tiempo es HOY:
Hoy es el tiempo para reconciliarme
Hoy es el tiempo para compartir con mis hijos
Hoy es el tiempo para disfrutar del descanso
Hoy es el tiempo para pasarla en familia
Hoy es el tiempo para dar un paseo
Hoy es el único tiempo para disfrutar.
Porque el mañana siempre será mañana. Con responsabilidad, debemos
prever algo de futuro, pero vivir el presente. Esto es posible si confiamos en la Providencia de Dios.
Por eso la fe libera, porque permite dejar en manos de Dios aquello que no está
a nuestro alcance para poder concentrarnos en lo que realmente está bajo
nuestro dominio: el hoy.
La fe, que es proceso y tiene sus
momentos de altibajos, nos otorga una mirada esperanzadora y a la vez realista
de la vida. Nos hace descubrir el gran valor de las cosas pequeñas, el gran
momento de nuestras vidas en las que nos dedicamos a gestos tan simples como
abrazar, mimar, dialogar, acompañar a nuestros seres queridos. No hay tesoro
más grande que el amor, aún cuando imperfecto porque es, en todo caso,
perfectible.
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