sábado, 27 de abril de 2013

Paso de la huida de sí al autorreconocimiento


De la huida al encuentro.

 

            Las exigencias de nuestra sociedad, los valores culturales que se proponen, en suma, nos ofrecen un “caldo de cultivo” propicio a la dispersión, a la aceleración, a la alienación. No se trata de demonizar el entorno, sino simplemente tomar conciencia que la actitud de “interioridad, reflexión y serenidad” necesaria para la construcción feliz de nuestro proyecto de vida, no es precisamente una habilidad fomentada por la sociedad. Por este motivo no es poco usual que sin darnos cuenta de pronto asumamos posiciones de “huida” frente a las exigencias y embates de nuestro complejo mundo interior.

            Las estrategias de “huida” (que implica un rechazo inconciente a escuchar la propia verdad) son tan numerosos como personas hay en este mundo. Podemos señalar algunos signos que nos ayudarán a descubrir que alguna de ellas pueden estar activas en nosotros:

 

-Incapacidad de relajarse: es verdad que solemos estar saturados de actividad y responsabilidades, hasta tal punto que por doquier escuchamos la queja común: “no tengo tiempo”… Pero verdad es también que en varias oportunidades somos nosotros mismos los que buscamos llenarnos de actividades evitando inconcientemente un necesario tiempo de distensión donde tal vez nuestro interior se le ocurra hablarnos… y nosotros no estemos en disposición de escucharlo. Hay momentos en los que uno se siente muy incómodo ante un momento de silencio, ante una reflexión, ante una ausencia de estímulo fuerte. Esa sensación de “incomodidad” es, paradójicamente, el primer síntoma de que necesitamos precisamente de ese silencio… para escucharnos.

 

-extrañeza frente a sí mismo: muchas veces actuamos por una serie de hábitos y conductas aprendidas que no nos representan. Puede suceder que nos escuchemos hablar, y, aunque sabemos que es nuestra voz la que escuchamos, nos parece que las palabras no brotaran de nosotros mismos. Esto puede incluso acentuarse hasta el extremo de no reconocernos en el otro, es decir, sentimos que los demás nos tratan según una imagen que ellos tienen sobre nosotros, y puede que incluso nosotros hayamos ofrecido dicha imagen, y sin embargo no sentirnos representados por ella. Lo típico de este estado en un profundo sentimiento de soledad, aún cuando estemos rodeados de gente que dice querernos, pues la impresión es que nadie nos conoce realmente, nadie nos ha descubierto desde nuestra forma única y original de ser; por eso, aunque las muestras de afecto se multipliquen, nunca nos sentiremos queridos realmente.

 

-angustias, miedos, inseguridades interiores difusos, que aparentemente no tienen causa, por eso parecen ilógicos, y esa impresión agudizan aún más las angustias. En el plano físico esto se traduce como trastorno en el sueño, en la alimentación, fatiga, malestar… lo que comúnmente se denomina “stress”.

 

            El paso que debemos dar, entonces, para dejar de huir, es el encuentro: encuentro conmigo mismo/misma, como condición necesaria para el encuentro con Dios y con el prójimo (recuérdese que esta palabra significa “próximos”, lo cual incluye a la familia, a los amigos, etc).

 

            Sucede que nuestro mundo interno es muy complejo; es, en todo el sentido de la palabra, un universo propio, donde podemos llegar a experimentar deseos encontrados, recuerdos que nos bloquean, causas que todavía están abiertas, necesidades sutiles que no descubrimos. Ese universo es tan rico que apenas si basta una vida entera para conocerlo y comprenderlo.

 

            Es posible que a raíz de algunos fracasos tengamos una valoración negativa sobre nuestra interioridad, de allí el miedo a escucharnos, porque ese ser íntimo puede llegar a darnos vuelta o descompaginarnos lo que con tanto esfuerzo hemos logrado hasta ahora. ¿Qué puede suceder si de pronto nos damos cuenta que odiamos nuestro trabajo? ¿Qué puede sucedes si nos damos cuenta que no amamos tanto a nuestra familia como decimos hacerlo?

Estos miedos aparecen, sin embargo las más de las veces carecen totalmente de fundamento.

 

            Algo fundamental a tener en cuenta: este “viaje” hacia nuestro interior que pone un “basta” definitivo a la huída, y nos lanza al encuentro con nosotros mismos, no lo haremos solos, sino de la mano del Espíritu de Dios, el único que nos puede revelar la verdad, y el único que puede hacer posible todas las cosas.

 

            Para este paso tan íntimo y tan radical no estamos solos: la gracia de Dios, operada en la Pascua de Jesús, está en nosotros, animándonos desde dentro, iluminándonos, fortaleciéndonos. Por eso debemos pedir el don de poder dar este paso, y, al escucharnos a nosotros mismos, debemos antes ponernos en manos del Padre, porque sólo Él puede abrir caminos que desde nuestras solas fuerzas estarían bloqueados.

 

La posibilidad de realizar este paso es parte de nuestra “redención”, la gracia por excelencia que Jesús nos regala en su Pascua.

 

Tal vez el giro que hemos dado desde la descripción de las huidas al “paso” hacia el encuentro, tengan la sensación que hemos traspasado casi violentamente desde el plano psicológico al espiritual. Pero es que nosotros, aún cuando complejos, somos una unidad, por eso nuestra relación con Dios es necesaria (honestamente no concibo otro modo de vivir a pleno), para la armonización, el orden y el desarrollo de nuestra persona en sentido integral.

 

 

domingo, 31 de marzo de 2013

Un saludo de Pascua para todos ustedes






La fuerza del Jesús Resucitado hace nueva todas las cosas

Que la celebración de la Pascua renueve en nosotros la esperanza y el amor a la vida.





Semana Santa… Pascua… Un tiempo esperado en medio de la rutina del año laboral no tan recientemente comenzado. Un tiempo al que siempre quise apresar intensamente, más allá de unos pares de días vividos de modo diverso al resto. Porque en mi nada despreciable experiencia de cuarenta años de vida (y un poco más, sólo un poco), la reflexión sobre los acontecimientos celebrados en la llamada “Semana Mayor” de nuestra fe, me ha brindado –y me brinda, de hecho- una luz muy necesaria para comprender el tan poderoso como singular entramado psicológico-espiritual de mi propia vida.

            La relevancia de los misterios celebrados en la liturgia de esos días y su sanadora capacidad para explicar (y con ello liberar) el sentido más profundo de lo que me acontece día a día, de lo que gozo, de lo que sufro, de lo que peleo, de lo que escondo, de lo que me avergüenza, de lo que me siento capaz… no deja de sorprenderme.

            Personalmente en los misterios de la vida y obra de Jesús percibidos a través de la fe, descubro la pista existencial que me permite dar sentido a todo lo que hace a mi bagaje personal. Absolutamente todo, incluso hasta el fondo más profundo de mi inconsciente.

            Lo mío no es simplemente un sentimiento “religioso”, es más, tal vez no lo sea en absoluto. Sin despreciar este aspecto legítimo, ese que liga nuestra conducta a la fe, ese que hace más referencia a lo moral y al culto, tengo que sincerarme al presentar la reflexión desde una perspectiva distinta. No es mi pretensión indicar a hombres y mujeres contemporáneos cómo llegar a Dios, sino sencillamente (porque es esta la experiencia que me domina) compartir con mis contemporáneos –si se quiere a modo de testimonio- de qué modo encuentro en el Evangelio, y en los llamados misterios centrales de la fe la sabiduría necesaria para vivir mi vida de modo más pleno y más libre.  

            En otras palabras, mi perspectiva es más bien existencial, una especie de autoayuda basada en la fe en el Jesús de los Evangelios que se acerca a nosotros por muchos y muy variados caminos, y no está en absoluto encasillado en determinada confesión religiosa o en determinado modo institucional de relacionarse con el hombre.

¿Por qué encuentro tan significativa la celebración de la Pascua? 

Porque me representa una estimulante oportunidad de cambio, de superación, de liberación. 

Pascua significa “paso”: el paso de Dios por la historia de la humanidad, es el paso de Jesús de la muerte a la vida, nuestro propio paso existencial que nos lleva a superarnos.

            Pascua es la esperanza que se reactiva en nosotros en cada amanecer… Hoy puede ser un gran día… Seguramente hoy es un gran día.

            El “paso” nos habla de un antes y un después, con toda la sensación de liberación, alegría y paz que eso significa. Precisamente ese es el fruto de la Muerte y Resurrección de Jesús; la presencia de la liberación (con la alegría y la paz que ello comporta) es la señal de que el misterio de la redención está operando en nosotros.

            No pocas veces nos sentimos tentados a ver los tiempos litúrgicos que representan la vida y obra de Jesús como algo externo a nosotros, que quizás debiera decirnos algo, y que sin embargo no sabemos qué. En otras palabras, solemos tener la tentación de percibir los misterios de la fe como algo abstracto e impersonal, como eventos a los que “hay que creer”, pero creyendo o no, no son significativos para mi día a día.

            Y justamente esos misterios vienen a revelarnos el sentido profundo de esos “día a día”, por lo tanto es la cotidianeidad de mi propia historia el material (la materia prima por así decirlo) donde el misterio celebrado puede hacerse operante, es decir, cobrar realidad.

            La propuesta es reflexionar en estos días de Pascua (el tiempo pascual dura cincuenta días después del domingo de Resurrección) sobre algunos pasos que tal vez nos sintamos en necesidad y en capacidad de dar:           


Paso de la huida al encuentro: dejar de evadir lo que nos duele, lo que nos preocupa, lo que nos daña para acercarnos a nuestra verdad. Sólo la verdad libera.

  • Paso del resentimiento al perdón: el perdón en nada representa debilidad, sino que en sí mismo posee una fuerza liberadora por excelencia. El rencor y el resentimiento nos matan a fuego lento, nos traban, nos limitan, nos paralizan.

  •   Paso del ensimismamiento al diálogo: ¡cuántas cosas guardamos en la caja negra de nuestras relaciones! No siempre el silencio es salud, pues cuando se trata se silencios que hablan de cerrazón, de incomunicación, de pretendida indiferencia, ese silencio enferma.

  •  Paso del conformismo a la creatividad: no acostumbrarnos a vivir indignamente, sino más bien seguir una y otra vez intentando mejorar, intentando la felicidad a pesar de todo.



  • Paso del fracaso a la esperanza realista: creer contra toda esperanza que es posible alcanzar nuestros sueños más auténticos. Convertir los obstáculos y adversidades en desafíos a superar que sacan lo mejor de nosotros mismos.

  • Paso de la amargura a la alegría: la vida vale la pena, siempre vale la pena, aún cuando esa pena nos esté lastimando demasiado.

 
  • Paso de una religiosidad poco relevante a la una espiritualidad vitalizadora: que Dios deje de ser esa mirada amenazadora, dispuesto a encontrar en nosotros lo malo, a castigarnos por nuestros errores, para ser lo que realmente es: un Padre Madre que nos procura la vida, la plenitud humana, el amor, la paz, la armonía, la libertad, el color y el sabor de la existencia.

Con el correr de este tiempo pascual, iremos profundizando brevemente en cada uno de estos pasos… Y bueno, a quien le venga bien, que se ponga el zapato.

sábado, 20 de octubre de 2012


La alegría y la paz en medio de las dificultades

 

 

            La Alegría y la Paz, tanto como sus opuestos la tristeza y el desasosiego, no son sentimientos que se puedan producir deliberadamente, sino más bien “sentimientos síntomas” que nos indican cómo anda nuestro mundo interior.

            Posiblemente estemos acostumbrados a pensar que los factores externos son los responsables de robarnos la alegría y la paz… aquellas personas con las cuales mantenemos relaciones conflictivas, aquel trabajo que nos ocasiona numerosos dolores de cabeza, esos proyectos que están trabados por las circunstancias…

No obstante, las razones de la tristeza y el desasosiego siempre están dentro de nosotros. Esto no deja de ser una buena noticia, dado que no dependemos entonces, para ser felices, de condiciones externas; pero por otro lado nos coloca frente a una labor nada fácil: el dominio sobre nosotros mismos.

            Quien se domina a sí mismo posee ya las llaves del éxito. Por eso la Palabra de Dios nos irá dando aquellas herramientas existenciales para hacernos capaces de dicha capacidad. De allí la auténtica libertad. De allí la auténtica soberanía sobre la propia vida. Esas herramientas tienen un nombre clásico, actualmente en decreciente uso: SABUDURÍA.

            Antes de analizar los consejos que la Biblia nos ofrece para una vida feliz, vamos a enunciar someramente cuáles pueden ser los motivos de la ausencia de alegría y paz. Dijimos que ambas son síntomas de una vida armónica, luego, su ausencia (de modo más o menos estable) son síntomas también; por lo tanto, cuando notamos que en nosotros hay una considerable tendencia al desánimo y a la angustia, es sumamente necesario indagar sobre su posible causa, pues, eliminada ésta, la alegría y la paz volverán a nosotros.

 
Causas pueden ser, por ejemplo:


1)     Fijación en alguna etapa (niñez-adolescencia) en el proceso de madurez psicológica. Sobrellevar la vida adulta con todo su bagaje de responsabilidades (familia, empleo, profesión, etc) sin haber desarrollado las cualidades propias que nos capacitan para ello constituye una fuente profusa de angustia y malestares. Nuestro cuerpo biológico madura por sí mismo, basta alimentarlo sanamente para que él vitalice, fortalezca, agrande sus miembros conforme a nuestra naturaleza. En la psiquis (y en el alma) las cosas no suceden así: maduramos con esfuerzo, a fuerza de un trabajo interior que nos permita conocernos mejor a nosotros mismos, clarificar nuestros auténticos deseos, elegir las metas, delinear caminos para llegar a ellas, lograr un cierto equilibrio para mantenernos serenos frente a los triunfos y a los fracasos. Eso no se consigue si no es desde la interioridad.

Las personas que se hayan fijadas en la etapa de niño (característico de los cinco – seis años) son víctimas de sus propios caprichos. Hoy quieren algo, se enceguecen en aquello que quieren; y cuando lo consiguen (suelen conseguirlo porque despliegan mucha fuerza en ello), el interés por lo conseguido decae casi abruptamente. Buscan otra cosa, tal vez totalmente distinta a la primera. Porque en realidad no saben lo que quieren. Demás está aclarar que estas personas son incapaces de proyectos estables; convierten la vida de pareja en un infierno, y no son capaces de un ejercicio auténtico de la paternidad – maternidad.

Otra etapa que causa menos problemas para la convivencia social es la fijación en la etapa del “niño perfecto” (diez años, aproximadamente). Estas personas buscan la perfección a costa de lo que sea: lo mejor en el trabajo, la familia perfecta, el seguimiento de las costumbres sociales tal cual vienen planteadas. Son personas que llevan adelante proyectos, emprendedores, capaces, aparentemente estables. Por contrapartida desarrollan gran rigidez de pensamiento y de conducta. Son exigentes consigo mismo y con los demás. Dependen en demasía del reconocimiento de los otros con respecto a sus logros, y eso hace que se desalienten totalmente si dicho reconocimiento está ausente (lo cual sucede a menudo). No se dan espacio para la creatividad ni para las expresiones espontáneas de sentimientos. El orden y el éxito logrado en la vida no les reditúa en sensaciones de alegría y paz: al contrario, no pocas veces desarrollan agresividades encubiertas, envidias a los disipados, juicios duros para aquellas personas que no obedecen a las reglas (¡Y que encima les va bien!). Lo que sucede es que esas personas encausaron su vida respondiendo (inconcientemente) a las expectativas que los demás tienen o tuvieron (o ellos figuraron que tenían) sobre sí, en lugar de seguir el curso de sus propios deseos.

            Deseos no son caprichos. Sólo una persona relativamente madura es capaz de encontrarse con su propio mundo desiderativo y hacer de él el motor de su vida para lograr objetivos buenos y estables, tanto para sí como para aquellos que la rodean.
 
            Estas fijaciones obstaculizan la felicidad en modo severo. Por lo tanto, si descubrimos algún resabio de eso en nosotros, es imprescindible tomar conciencia de ello y buscar las ayudas adecuadas. Todo se puede superar, sólo necesitamos voluntad, paciencia, y por sobre todas las cosas, perseverancia.

2)     Estar transitando un camino equivocado. Quizás hemos realizado nuestras opciones existenciales en un marco poco favorable, quizás estuvimos sometidos a algún tipo de presión (incluso inconciente) por lo cual no elegimos lo que realmente queríamos; o aquello que quisimos de pronto no nos dio la satisfacción que esperábamos. Por muchos y muy complejos factores podemos estar lidiando con una situación de la que nos sentimos “extraños”. Esta “extrañeza” es fuente de tristeza y angustias (en psicología llaman a este sentimiento “alienación”). Es difícil, en la edad meridiana de la vida, tomar conciencia que, de pronto, elegimos la profesión equivocada, o (lo que es peor) la pareja equivocada, porque muchas cosas quizás no tendrán vuelta atrás. Es imposible desenredar el tiempo y deshacer lo que nos parece está construido sobre malos cimientos. Si ésta es la cuestión, conviene tomarse un tiempo personal para realizar, con serenidad y autenticidad, los replanteos del caso. Es una instancia que necesita mucha sabiduría y un acompañamiento profundo de la luz de Dios. Sólo a la luz de Dios (El Espíritu Santo) podremos realizar un auténtico replanteo que nos lleve a opciones constructivas, no alienantes, y que nos devuelvan la alegría y la paz.

Sólo desde Dios encontraremos caminos insospechados, posibilidades de renovar la vida, de construir sobre lo destruido, de vitalizar lo que se creía muerto, de descubrir nuevas posibilidades.

       El proceso de poner en manos de Dios estas circunstancias no asumidas por nosotros es altamente liberador, y gratificante, aún en medio de las crisis que suele significar.

3)     La soledad. Hay un tipo de soledad muy ligada a nuestros procesos psicológicos y que tienen que ver con una baja autoestima. Como dicha situación no es el campo específico del que nos ocupamos, dejamos espacio a los especialistas en el tema. Para estos casos, muy probablemente, necesitemos ayuda profesional, porque ante una baja autoestima ni siquiera permitimos al amor de Dios expresarse en nosotros.

Pero a menudo el sentimiento de soledad ocurre por sostener en nosotros sentimientos de egoísmo y exigencias hacia los demás.


La puerta del corazón que se abre para recibir es la misma que antes se debió abrir para dar.
 

Por lo tanto

Si nunca nos abrimos a dar, no permitimos que el amor de los demás entre en nosotros
 

Por lo tanto

 

Nos sentimos solos rodeados de muchas personas que nos quieren, pero no les permitimos expresarlo

 

Y dentro de esas personas está el propio Dios.

 

            Cuando exigimos a los demás colocamos nuestra mirada en las falencias, en los errores, en los defectos… que, evidentemente, siempre tendrán (como nosotros mismos los tenemos). Cuando nos arriesgamos a ser los primeros en dar, colocamos nuestras miradas en lo bueno, en los aciertos, en lo noble… que siempre están también.

            El amor engendra amor. Sólo una persona muy cerrada no se deja seducir por el amor auténtico; en general, se consigue mucho más de los demás con actitudes de amor que de exigencia.

Parafraseando a san Francisco de Sales: “No se atrapa a la abeja con un barril de vinagre, sino con una gota de miel”.

Una gota de miel puede hacer maravillas. El tema está en poder producir en nosotros esa gota de miel, sobre todo en contextos en los que ha habido muchas heridas. Sin embargo el Espíritu de Dios tiene esa capacidad, y a veces necesitamos pedirla como gracia.

El amor está fuertemente ligado a la alegría, y a tal punto que no se da el uno sin el otro.


El amor es el alimento del alma: sencillamente no puede faltar. Si falta, hay una necesidad psicológica básica insatisfecha, por lo que la vida de ese sujeto será realmente y con toda la fuerza de la palabra: inhumana.

Por eso las opciones que realmente realizan nuestra persona son las que tienen que ver con el amor: ¿de qué modo, de acuerdo a lo que soy,  sirvo mejor a la sociedad? (trabajo, profesión) ¿en qué estilo de vida despliego lo mejor de mi corazón para amar a los demás? (opciones vocacionales).

El amor es fundamentalmente una actitud que requiere de una decisión. Tal vez hemos pensado (sobre todo en la experiencia de “estar enamorados”) que es el otro el que nos despierta espontáneamente el amor en nosotros. Y ello no es del todo exacto, pues, en alguna etapa de la vida de pareja se hace necesario el amor como actitud deliberada nuestra.

Cuando el amor deja de ser una pasión para transformarse en una decisión es cuando se hace humano, real, y altamente gratificante.

El amor representa un “combo” de actitudes como: el respeto, el cuidado, la responsabilidad y el conocimiento[1].



[1] Un libro muy recomendado para este tema del amor abordado desde la psicología “El arte de amar” de Eric Fromm. Es un clásico.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Para mantener la esperanza frente a las frustraciones


En la vida no todo sucede como esperamos. Difícilmente alguno de nosotros no haya pasado por la experiencia de la desilusión. Dolorosa: ¿verdad? Sobre todo si se ha tratado de algún proyecto o situación que nos parecía tan nuestro, tan vital para el logro de nuestros objetivos. No pocas personas poseemos una cierta predisposición psicológica a no volver a entusiasmarnos con nada, pensando que de ese modo no sentiremos frustración en caso que no suceda lo que esperamos. El resultado es ciertamente negativo, pues cuando algo nos está saliendo bien, de pura desconfianza en el éxito, sin darnos cuenta terminamos entorpeciendo la cosa, con lo cual se reafirma el círculo vicioso de la “mala suerte”.

            Por mucho que nos cueste, un sano optimismo previo es capital para la consecución de nuestros fines. Aunque muchas veces hayamos experimentado la triste sensación del fracaso, no debemos desesperar; la vida se nos ensombrece en demasía cuando nos negamos a la esperanza de conseguir lo que deseamos.

            Lo que sucede es que a veces hemos desplegado demasiadas expectativas alrededor de algo que no tenía de por sí la capacidad de otorgárnosla. Como dice sabiamente el refrán “pedimos peras al olmo”. En el campo afectivo esto es básico para tener en cuenta a la hora de entretejer relaciones cercanas (pareja, amigos, familia); no podemos pedirles a todos los que nos rodean que colmen nuestras expectativas sobre ellos; pues, por mucho que se esfuercen, no lo podrán conseguir. No porque no sean idóneos, o no sean las personalidades apropiadas para nosotros, sino porque ninguna relación humana es perfecta y colma al cien por cien la soledad propia de cada individuo. Cuando uno acepta esta verdad, cuando convierte las exigencias en actitudes más oblativas, sucede por lo general que no sólo bajan nuestros niveles de frustración, sino que las satisfacciones reales que los otros nos estaban otorgando siempre (y que por tanto exigir no alcanzamos a verlas) comienzan a llenar esos espacios vacíos. Digo “por lo general” porque hay relaciones contraproducentes, que nos dañan, a las que, de no poder revertirse el daño, no queda más solución que la separación. Con las personas, situaciones, recuerdos, ideas, formas de enfrentar la vida… lo que sea… que nos produzca daño, hay que cortar. La amputación a tiempo de un miembro irreversiblemente enfermo, salva la totalidad del cuerpo.

 

            Otra fuente de frustración es la fantasía. Nos imaginamos en una situación deseada, recreamos mentalmente miles de escenas que nos anticipan el gozo de lo querido… y cuando se desarrolla en la realidad lo que hemos esperado, difícilmente tenga esa misma carga de gratificación con respecto a lo fantaseado. Nos hemos pintado un mundo de color en nuestra fantasía, y la realidad demostró ser gris. Por algo tenemos mayor propensión a la fantasía en la juventud, no así en la etapa madura. Si bien las frustraciones tiene la capacidad de hacernos medir con mayor realismo las expectativas que desarrollamos alrededor de nuestros proyectos, la ausencia total de ilusión nos hace más sombríos y menos temerarios; y ciertamente, si queremos conseguir frutos buenos de nuestras propias vidas, no podemos renunciar del todo a la temeridad. Que las experiencias de frustraciones nos hagan sabios y prudentes es excelente en grado sumo; que nos hagan desalentados y temerosos al cambio, es contraproducente.

            Por más que hayamos tenidos despertares abruptos, no se puede renunciar al sueño. Porque el sueño es el encanto de la vida, es la ilusión que nos hace personas originales dentro de esta sociedad que uniforma, nos da la energía espiritual que necesitamos para vencer la rutinización del día a día en la que parecemos esclavos del reloj.

            Y los sueños, los auténticos sueños, se cumplen a la larga. Tal vez soñemos con formar una familia armónica y feliz; en el momento de estarla realizando hemos fantaseado con escenas ideales donde el amor triunfa sobre cualquier dificultad… No es poco común, al cabo de algunos años (días en algunos casos), darse con la realidad que las cosas no suceden como se soñó, que hay más dificultades de las esperadas, que “no todo es color rosa”… Este desencanto es tan normal que creo incluso, es inevitable. Es el momento donde la esperanza (el sueño) se hace heroico, pues es muy fácil caer en la tentación de dejar de soñar y acomodarse a la idea que “es así”, que nada podemos cambiar, que hemos tenido mala suerte, que simplemente nos tenemos que acomodar lo mejor posible a esta realidad.

            Es esa la situación donde debemos “esperar contra toda esperanza”. El amor sigue siendo posible, nada más que la realidad nos descubrió que necesitamos invertir mucho de nosotros mismos, que es un proceso donde el elemento tiempo es fundamental, que, aún cuando no perfecto, es por lo menos perfectible. El amor sigue siendo posible, nada más que no viene dado: lo debemos construir, y contruir en medio de grandes dosis de descontento, frustraciones, dificultades. Por lo tanto, si renunciamos a soñar, renunciamos a la fuerza que necesitamos para conseguir lo propuesto.

            La esperanza es el motor de la vida. En situaciones límites es una apuesta, hasta diría yo un salto al vacío. Un salto imposible si no nos acompaña una fe profunda en la Providencia de Dios. Por eso la fe y la esperanza están íntimamente relacionadas.

 

            La Providencia de Dios es esa Voluntad Paterno Materna por la que Dios nos arma el escenario favorable para el despliegue de nuestra existencia. Como somos personas libres y responsables, la vida resulta una construcción nuestra; nosotros somos artífices de lo que nos sucede, y en gran medida, de lo que nos sucederá; lo que Dios hace es acercarnos las condiciones externas (e internas, que en definitiva son las más importantes) para que nosotros elijamos un “destino” que tenga la real capacidad de otorgarnos felicidad, y las fuerzas para no decaer en los momentos de crisis.

            Confiar en esta Providencia nos abre horizontes insospechados, nos regala una auténtica libertad, y nos abre a la alegría de la vida. Porque nuestras previsiones humanas (por exactas que fueran) siempre tienen un límite: no manejamos futuro. Podemos prever ciertas cosas, pero el mañana trae oportunidades y dificultades no esperadas; si cargamos totalmente sobre nuestras espaldas la previsión de futuro, no sólo no podemos garantizar que las cosas se den conforme nuestra previsión, sino que incluso nos ligamos una carga demasiado pesada para nuestras espaldas. Es nuestro deber planificar y ser previsores… pero una vez que hicimos todo lo que pudimos, se lo entregamos a la Providencia de Dios y dejamos que Él se encargue de lo que vendrá… Mientras nosotros nos detenemos a disfrutar del momento presente. Porque si nos hacemos cargo absolutamente del futuro, no nos queda espacio para las cosas del hoy. Y hay cosas importantes que suceden día a día. El tiempo es HOY:

 

Hoy es el tiempo para reconciliarme

Hoy es el tiempo para compartir con mis hijos

Hoy es el tiempo para disfrutar del descanso

Hoy es el tiempo para pasarla en familia

Hoy es el tiempo para dar un paseo

Hoy es el único tiempo para disfrutar.

 

Porque el mañana siempre será mañana. Con responsabilidad, debemos prever algo de futuro, pero vivir el presente. Esto es posible si confiamos en la Providencia de Dios. Por eso la fe libera, porque permite dejar en manos de Dios aquello que no está a nuestro alcance para poder concentrarnos en lo que realmente está bajo nuestro dominio: el hoy.

 

La fe, que es proceso y  tiene sus momentos de altibajos, nos otorga una mirada esperanzadora y a la vez realista de la vida. Nos hace descubrir el gran valor de las cosas pequeñas, el gran momento de nuestras vidas en las que nos dedicamos a gestos tan simples como abrazar, mimar, dialogar, acompañar a nuestros seres queridos. No hay tesoro más grande que el amor, aún cuando imperfecto porque es, en todo caso, perfectible.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Si Dios ama ¿por qué permite el dolor?


El poder de la fe ante el dolor


 

            La vida diaria ofrece una variedad de oportunidades tanto para elegir creer como para elegir el desencanto con la realidad, con cualquier realidad.

            Y lo más curioso es que, elijamos lo que elijamos, el resultado siempre nos confirmará lo apostado. Si elegimos creer en lo bueno, los resultados nos serán favorables; si elegimos el desencanto, las cosas sucederá de tal modo que reafirmemos tal desencanto. Porque nuestras creencias previas de algún modo condicionan los acontecimientos, o por lo menos, nuestro modo de enfrentarlos, por lo que, a la larga, termina sucediendo (para bien o para mal) lo que esperamos.

            Por esta razón resulta fundamental para nuestras vidas discernir en nuestro verdadero objeto de fe. Pues aquí lo importante no es en qué creemos (contenido intelectual: conceptos, afirmaciones racionales, etc), sino a quién creemos (contenido afectivo que involucra una relación con un alguien). Aquí no se trata sólo de creer en Dios, sino principalmente, creele a Dios.

  • Creer que realmente se interesa en mí como un verdadero/a  Padre – Madre.
  • Creer que mi propia vida, más allá del juego humano –no siempre favorable- de condiciones en las que se haya producido mi nacimiento, es fruto del querer positivo de Dios. Si yo estoy con vida, es porque El me la ha dado.
  • Creer que Él siempre tiene con respecto a mí una Voluntad buena, por lo que todas las circunstancias las dispone para mi bien
  • Creer que él intenta conducirme, contando con mi libertad, hacia lo mejor para mi vida.
  • Creer que a Él le interesa absolutamente todo lo que soy y todo lo que tengo. Nada de lo mío le resulta indiferente.

 

 

Convengamos que esta fe, si realmente estamos hablando de un convencimiento radical (eso es fe), no siempre resulta sencillo mantener. Porque nuestras experiencias en la vida cotidiana nos plantean momentos muy críticos… Seguramente, algunas cosas no habrán salido como esperábamos; tal vez nos enfrentamos a dolores que nos parecen injustos de sobrellevar; quizás nos sobrevino una situación límite que pensamos no merecerla… limitaciones profundas, quiebre familiar, enfermedad, muerte de un ser querido…

Entonces, el planteo es inevitable: Si Dios me ama ¿por qué me manda esto?

Por mi parte hablar de “pruebas que Dios nos pone” no me conforma mucho, porque no me gusta la idea de un Dios “que pruebe”, pues, si Él lo sabe todo… ¿qué es lo que necesita probar? Conozco personas que la idea de estar sobrellevando una prueba de Dios le da fuerzas. Si es el caso, me parece que dicha persona encontró su respuesta. Pero otras, en cambio, entre las cuales me tengo que incluir, se enojan contra la supuesta prueba, con lo cual aumenta considerablemente el rechazo a la situación.

Personalmente estoy convencida que las situaciones límites viene por una conjunción de causas de las que solemos ser más responsables de lo que pensamos, pues nuestro inconciente predispone (para bien o para mal) una gran parte de lo que nos pasa. No obstante, hay cosas que suceden más allá de nosotros mismos (como la muerte de un ser querido), y aún cuando lo doloroso sea armado por nuestro inconciente no manejado, estamos frente al mismo dilema: algo que nos duele, nos está sucediendo… se supone que Dios, el Padre – Madre que me protege, lo está permitiendo. ¿Dónde está su amor, entonces?

            Dar una respuesta universal para esta crisis tan personal es quizás inútil, pues se corre el riesgo que resulte una frase abstracta. “Todo será para bien” “Dios sabe lo que hace” etc.

            Cada circunstancia trae su propia respuesta. Y la respuesta acertada se la encuentra en Dios mismo. Por eso, cuando hay situación de crisis no queda ninguna otra alternativa saludable que enfrentarla. Meterse dentro de la tormenta y dejar que moje. Desviar el pensamiento, adormecer la conciencia, evadir los problemas pueden dar una cierta mejoría transitoria, pero nunca la salida. Para salir no queda más remedio que entrar. Estar dispuesto a viajar al “ojo de la tormenta”, a costa de lo que sea. Decirse con valor: “me está sucediendo tal cosa”…

Ideas como “no debería pasarme esto a mí”, “por qué me tiene que pasar justo a mí”… no ayudan a asumir la crisis. La crisis vino, y está (era tan linda la vida antes que sucediese esto); pero está. Esa es la realidad.

            Esto que está irremediablemente dentro llegó a mí, y se supone que hay un Dios que me ama, y a pesar de amarme lo ha permitido. ¿Dónde está su amor, entonces? Solamente Dios le puede responder acabadamente esta pregunta; por eso no tenga miedo a preguntárselo aún cuando esto signifique sincerar algún enojo que pueda tener contra Él. No tenga miedo de expresarle, desde lo íntimo de su corazón, lo que siente, aún cuando eso sea rabia y enojo. Es preferible que lo haga antes de disfrazar lo que siente, pues en la medida en que usted se abre a este sinceramiento con Dios, le permite a Él responderle. Su respuesta puede demorar, pero siempre llega. Y esa respuesta significa la salida del dolor de tal situación.
Estoy plenamente convencida que Dios comprende nuestros enojos, y que podemos sentirnos plenamente libres para expresárselos. Valga la redundancia: Dios no se enoja con nuestros enojos… ni con nuestros planteos… ni con nuestras dudas… Lo importante, vuelvo a repetirlo, es sincerarse con Él (que en realidad es sincerarse con nosotros mismos, porque Dios sabe perfectamente lo que pensamos y sentimos, y conoce también ese algo oscuro que es nuestro inconsciente, “ese algo” que usualmente es el primer responsable de nuestros males). Sincerarnos con Dios permite abrir esa “caja de pandora” inmanejable (por desconocido) del inconciente, para iluminarla y hacernos comprender la raíz de nuestro mal. Con esa luz, con ese conocimiento de lo oscuro _que pasa a ser así claro, y por ende manejable_ , llega la paz, la serenidad, el consuelo y hasta la liberación del dolor que nos aqueja.