¡Ay Iglesia! Cómo me dueles: me dueles en la
sangre de mis venas, me dueles en la mente y en los nervios, me dueles en mis
entrañas y en mi alma, me dueles en las manos y en los pies, me dueles en la
piel y en los huesos, me dueles en los ojos y en los oídos. ¡Cómo dueles cuando
dueles!
Me dueles en el dolor humano que juzgas sin
comprender, me dueles en los oídos de tus fieles que al escuchar tu voz,
aprenden más de ti que de Jesús, me dueles en los hijos que repeles de tu
regazo por no tener en cuenta de que ya crecieron y no puedes darles el trato
de infantes; me dueles en el cáncer del hombre moderno a quien podrías curar si
supieras percibir su enfermedad, me dueles en la confusión de las jóvenes
generaciones necesitadas de atractivos rostros donde apreciar el saludable paso
de Dios por la historia de los hombres en concreto…
Es tan poco lo que necesitas cambiar… casi
nada, por decirlo de algún modo; sin embargo ese “casi” … ese “casi”… discernir
ese “casi” costará toda la tautológica
energía de tu burocracia. Dicho sea de
paso ¿acaso no has advertido que inviertes en eso lo mejor de tus fuerzas? Tus
asuntos internos agotan tanto tu reflexión que casi no tienes tiempo a mirar a
tu alrededor… la realidad…
Y yo te vi, en uno de mis sueños… te vi como
una resplandeciente princesa, cuya piel traspiraba juventud y belleza
despidiendo luz en torno a sí. Montabas un bravo equino pura sangre de arabia,
y tú, erguida sobre él, derribabas a tus enemigos a diestra y siniestra
barriéndolos simplemente con una larga y delgada barra de madera barajada por
tus delicadas manos.
Eras princesa, sí, tal era tu rango, pero
vestías apenas una túnica, del color de la luna llena; sin corona ni joyas, sin
maquillaje ni etiquetas, pues eras princesa, dama de guerra combatiendo por su
Señor.
Recuerdo vivamente que en mi visión onírica,
tu delicada belleza contrastaba armoniosamente con tu imbatible fuerza: nada
podía detenerte, ningún enemigo podía someterte, pues vencías lo adverso con
casi nada de esfuerzo.
Mas de pronto mis ojos dormidos centraron su
atención en la faz del señor de todos los enemigos. De lejos, él contemplaba
cómo lo mejor de sus huestes resultaban diezmadas entre tus dedos. Se percató
de tu invencibilidad, y decidió cambiar de estrategia…
Tomó de la galera de sus engaños un rostro y
una voz seductora para de ese modo dirigirse a ti.
_¡Qué bella mujer! _exclamó_ ¡Y qué
fuerte!... No obstante creo… es decir, me parece que tu Señor no te cuida bien…
Tan grande es tu belleza que no deberías estar combatiendo… ¡Estás herida y
cansada! ¿No quieres tomarte un pequeño descanso? ¿No te lo mereces, acaso?...
Y tú lo escuchaste. Percibí en mis entrañas
tu propia percepción: nunca antes te habías sentido ni herida ni cansada (si
vencías el poder enemigo sin ningún esfuerzo)… pero al recibir tus oídos la voz
disfrazada del Enemigo, te sentiste muy, pero muy agotada…
_Sí, es verdad _te dijiste_ merezco un
descanso. Soy muy bella como para lastimarme, es justo que me cuide un poco…
total… mi Señor está muy lejos y me dejó aquí sola, en medio de mis enemigos…
_Yo te ofrezco un lugar para reparar tus
fuerzas… Un bañito tibio no te vendría mal… Así se curan tus heridas y se refresca
tu piel hermosa…
De pronto te vi aceptando la oferta del
Enemigo… vi tu cuerpo (ya ni tan fuerte ni tan joven) sumergido en una
deliciosa tina. Ensimismada en la grata sensación del agua tibia, tu mente
comenzó a adormecerse y a perder claridad…
_Mi Señor está lejos… yo estoy acá sola… no
me quedó otra alternativa… mi Señor entenderá…
Con este dolor yo desperté. ¡Pero no soy yo
quien debe despertar! ¡Tú eres la que debes despertar! El mundo te necesita, te
necesita como eras: joven y fuerte, y por sobre todas las cosas, libre de todo
poder vanidoso; pues eres poderosa cuando no tienes poder, y eres impotente
cuando detentas poder…
¡Despierta! El mundo te necesita. En realidad
no te necesita a ti, necesita al Dios (potencia de amor, vida y salud) que nos
reveló Jesús, necesita del poder humanizador de sus enseñanzas, de la sabiduría
compilada de su Palabra. ¡No hables tanto sobre ti misma! ¡Deja de perder las
pocas energías que te restan en justificar tus estructuras y en discutir tus
dilemas! ¡Habla de Jesús!
¡Despierta! Sacude el letargo de tus
clarividentes pensamientos. ¡Sal de tu ensimismamiento! No te preocupes por ti misma,
no pierdas tu celestial tiempo amargándote por los muchos que ya no pisan tus
templos, que desertan de tus galerías, que dejan de deambular por tus
estructuras… No te preocupes por ti misma… preocúpate por el ser humano:
¡duélete de su dolor! Abre tu regazo para recibir al herido, al pobre y
sufriente, al enfermo, al marginado… y si, abierto tu regazo, aquellos no
ingresan en tus atrios, tal vez debas cuestionar tus modos de acogida, no seas
que con tus labios atraigas y con tu mano repelas; o con tus brazos atraigas y
con tu pensamiento repelas.
¡Despierta! Princesa del Señor, despierta a
un mundo nuevo, despierta renovada al clarear de la nueva cultura. Abre tus
puertas y libera al Dios que tienes retenido en tus libros doctrinales, en los
confesionarios y en los templos. ¡Dios sale en búsqueda del hombre! Pero es
inútil que tú lo declames si no lo haces… Deja de contradecir tu propio mensaje…
Si Jesús es humilde y monta en un burro ¿por
qué tienes tú bandera, estado y posesiones? Si hablas del derecho de los
pueblos, por qué eres tú monarquía?
¡Ay mi Señor! Aunque sé que todo lo perfecto
está en el cielo, mientras que aquí el agua turbia corre para purificarse…
¡Cómo deseo un tiempo fresco de evangelio para el mundo! ¡Cómo deseo escuchar
el eco de tus palabras redimiendo la humanidad de lo humano! ¡Cómo te deseo
presente en nuestras calles y en nuestras plazas!
¡Ay mi Señor! Aunque mi rostro sea anónimo
¡Cuánto deseo decir lo que percibo! Y cuánto deseo se escuche este lamento; y
que de lamento trueque en cantos de victoria. ¡Victoria! Por fin no es la
Iglesia la que triunfa (si ella es sólo un medio) el que triunfa eres tú, y es
el hombre, y es la mujer, y es el mundo… Un mundo más humano y humanizante.
Humanizador.
Hoy hablamos de la parábola de la mujer a quién iban a lapidar, y de la respuesta de Jesús a sus perseguidores: "...aquel que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra...", como de lo incorrecto que es el juzgar a los demás "...con la misma vara con que midas, serás medido..." y de que "no es el sano el que necesita al médico, sino el enfermo..."Todas estás son frases de Jesús, volcadas en sus evangelios.¿Acaso la Iglesia está enseñando esto a nosotros, sus feligreses? ¿O solo está cumpliendo el rol del ángel acusador? Que Dios se apiade de nosotros!
ResponderEliminarMe encantó (Raúl González)
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