sábado, 25 de agosto de 2012

Lo mejor está por venir

En determinados momentos de nuestras vidas, experimentamos una intensa necesidad de cambio, de reorientación existencial, de superación, de "algo" que nos haga sentir diferentes.

Desde un corte de pelo hasta un nuevo trabajo, todo cambio puede resultar positivo, sin embargo, en todos los casos, el cambio que realmente transforma la vida son aquellos que comienzan en nuestra mente, es decir, en nuestro modo de mirar y juzgar las cosas. Tener claridad sobre nuestros propios pensamientos y su pertinencia o no para destrabarnos es la clave para acertar en el camino.

Para esos momentos precisos, nos conviene ampliamente saber escuchar el consejo que Dios quiere acercarnos.
¿Es que Dios tiene Palabra para mí?

Obviamente, la respuesta es sí. El tema es tener experiencia de ello para que esta afirmación deje de ser meramente teórica y pase a tener realidad en cada uno de nosotros.
Partimos de la fe inicial de que Dios quiere comunicarse con cada uno de nosotros.

Quiere comunicarse conmigo. ¿Conmigo? Exactamente: con mi nombre y apellido. Con mi individualidad. Con mi vida tal cual la tengo en este preciso momento. No necesito ser una “persona especial”, ni tener cualidades particulares, ni una vida intensamente “religiosa” para que Dios quiera decirme algo. Por el sólo hecho de existir, Dios tiene algo muy valioso para decirme.

Por otro lado, puedo constatar que tengo realmente necesidad de esa Palabra de Dios. No es la Palabra que censura, no es la Palabra que acusa, no es la Palabra autoritaria que quisiera hablarme de algo sobre lo cual no tendría interés. Es la Palabra que quiere iluminar nuestro camino, hacerme comprender el sentido de esa sucesión de acontecimientos (algunos deseables, otros difíciles de asumir, y algunos, tal vez, no asumidos en absoluto) que conforman mi historia, que quiere conducirme a lo mejor de mí mismo para liberarme auténticamente, de tal modo que pueda desplegar mi única posibilidad de vida terrenal con el mayor éxito y felicidad posible.

Lo que a Dios le interesa decirme, fundamentalmente, es quién soy yo desde lo más íntimo de mi ser. No quiere de mí otra cosa más que mi propia plenitud.

Nosotros, de muchos modos, sentimos esa sed de plenitud. Podemos tomar conciencia de ella cuando experimentamos una larvada sensación de insatisfacción, esa insatisfacción que nos lanza a innumerables proyectos pero… aún cuando lo hayamos alcanzado… sigue estando.     

Dios no suple las otras necesidades de nuestras vidas: aún  a su lado vamos a seguir sintiendo las demandas de nuestros afectos, de nuestros intereses, de nuestros trabajos, de nuestras dificultades. Lo que Dios hace es cambiar la sensación de angustia que suele acompañar dicha insatisfacción, por la esperanza. Entonces ese “deseo de más” se transforma en un positivo motor de nosotros mismos, que nos lanza  a progresar hacia lo mejor.

Para hacer que la Palabra de Dios sea existencialmente significativa es necesario unir dos puntas: la espiritualidad y la autenticidad de mi propia vida.

                La espiritualidad. Es imprescindible remover ciertos prejuicios con respecto a lo que se entiende por “espiritualidad” o “vida religiosa”. Quizás en algunas oportunidades nos encontramos con personas que se autodenominan “muy creyentes” y nos dio la impresión, por su modo de hablar y de comportarse, que viven en un mundo distinto al nuestro. Vivir la “espiritualidad” no significa (ni mucho menos) sumergirse en un mundo de respuestas hechas, de ritos incuestionables, de normas inamovibles que nos alejan de las vicisitudes comunes… de las personas comunes… Muy por el contrario, la espiritualidad auténticamente vivida es aquella que nos descubre nuestra propia realidad, nos centra en nuestro yo, nos da la claridad necesaria para tomar decisiones acertadas, resolver los nudos en lo que a veces estamos amarrados interiormente, sanar las heridas del pasado, lanzándonos con esperanzas hacia el futuro. La auténtica espiritualidad nos hace saber algo importantísimo de tener en cuenta en medio de nuestra cultura que teme el paso del tiempo:

La Presencia de Dios en nuestra cotidianeidad (eso es “espiritualidad”) no va a pretender acomodarnos a golpes a una estructura existencial armada desde afuera, sino que por el contrario nos va a otorgar dos dones fundamentalísimos para el desarrollo de nuestras biografías:

             La luz, es decir, la lucidez para interpretar de un modo realista lo que nos está pasando. Entender acabadamente Lo que nos sucede, y fundamentalmente POR QUÉ nos sucede, es la clave para desenredar situaciones que las creíamos insalvables.

DESDE DIOS NADA ES INSALVABLE. TODO TIENE UN MODO POSITIVO DE SER ASUMIDO, Y AÚN MÁS, DE SER CAMBIADO PARA NUESTRO PROPIO BIEN.

Esa luz también nos permite tener claridad sobre nuestros deseos. Ellos son la guía de nuestras decisiones, y sin embargo no siempre tenemos claridad sobre lo que realmente queremos. O mejor aún, no siempre sabemos si aquel objeto deseado realmente nos otorga el bien que presumo dentro de él. Me explico con un ejemplo: yo deseé vehementemente cierto éxito en mi carrera, me afané por conseguir el mejor promedio, en eso invertí lo mejor de mi tiempo y de mi esfuerzo. ¡Lo conseguí! Sin embargo, el gozo de tal éxito alcanzado fue efímero… duró poco. ¿Y eso por qué? ¿Acaso no conseguí lo que quería? En realidad sí y no. Yo busqué el éxito académico deseando no tanto la adquisición de conocimiento como un bien (pues eso es un logro estable) sino el reconocimiento de los demás, algo de por sí pasajero, que, aún cuando muy deseable, no representa una satisfacción duradera para el yo.

La lucidez que nos da la presencia de Dios nos ayuda a discernir nuestros auténticos deseos, para no errar en la orientación fundamental de nuestras vidas… No vaya a ser que invirtamos nuestras mejores energías y nuestro mejor tiempo en algo que no nos satisfaga plenamente.

             La fuerza. A veces sabemos que determinada situación se arregla con dar un paso (un perdón, reabrir un diálogo, dar una nueva oportunidad a alguien, etc.), pero no nos sentimos en condiciones de darlo. Desde afuera nuestro nos llueven los consejos (es muy fácil darlos, ciertamente) “Vos tenés que aceptar esto” “No pensés más en aquello” “Date otra oportunidad” “Sé optimista” etc., etc. Nuestra inteligencia sabe que el consejo es oportuno… ¡pero no tenemos fuerzas para dar ese paso! ¡No podemos perdonar! ¡No podemos dejar de pensar! ¡Sentimos que ser optimistas, en estas circunstancias, es ser ingenuo e idealista! Es que la fuerza depende de nuestra voluntad mucho menos de lo que creemos. No se trata de gran o poca firmeza de voluntad. Se trata de convicción, ¡y la convicción profunda la da justamente la luz de Dios! Cuando la Palabra de Dios ilumina nuestra realidad nos da la fuerza necesaria para dar el paso. Nos anima a hacerlo, y de repente, de lo que nos creíamos incapaces de realizar, de pronto nos descubrimos a nosotros mismos haciéndolo, con suavidad, como si siempre hubiésemos estado preparados para ello.

La propia vida. Una vez concientes de nuestra necesidad de la Palabra de Dios, debemos colocarnos en el lugar apropiado para que Ella venga a nosotros. El lugar apropiado es nuestra propia intimidad.

Vivimos en medio de una sociedad que en nada favorece el desarrollo de dicha intimidad, y sin embargo nos resulta sumamente necesaria, pues mientras no la tengamos, no vamos a abrirnos a la alegría profunda de la vida.

Un gran obstáculo a la intimidad es el sentimiento de culpa. Por lo que sea. Es frecuente ser muy autoritario con uno mismo, porque la sociedad suele imponernos ideales de éxito que no siempre van con nuestra esencia. Luego, no los alcanzamos; luego, nos enojamos con nosotros mismos; luego nos auto castigamos severamente, o bien, intentamos no pensar en ello. Evadimos. Pero nada nos salva de esa sensación permanente de enojo con nosotros mismos… Esta situación nos quita totalmente las fuerzas existenciales, nos amarga y nos aleja de nuestros seres queridos. Si estamos en esto, lo primero que hará en nosotros la Palabra será reconciliarnos con nuestro interior.

Y para permitírselo debemos dejar de juzgarnos. Tal vez no seamos tan culpables como imaginamos; incluso (lo más probable) es que no seamos culpables en absoluto. Si no pudimos lograr determinadas cosas (la familia ideal, el trabajo exitoso, los progresos económicos, etc) tal vez sean porque estos objetivos no responden a lo más auténtico de nosotros, o estaban totalmente fuera de nuestras posibilidades. Conviene mirarse al espejo y felicitarse (¿felicitarse?). Sí, felicitarse, porque, aún con los fracasos a cuestas, hemos hecho lo mejor que podíamos. Si nos hemos equivocado, aprendimos algo (el error es tan natural como respirar, no hay por qué tenerle tanta fobia). Si hemos destruido algo, seguramente que con la luz y la fuerza de Dios lo podremos reconstruir. Pues, por sobre todo:

 

TENEMOS UN ADELANTE, UNA EXCELENTE OPORTUNIDAD DE ACERTAR, DE SANAR, DE CONSTRUIR. LO MEJOR ESTÁ POR VENIR

 

1 comentario:

  1. Bueno, respecto de la culpa... Creo que puedo decir que tan dañina puede ser, más aún cuando los que te rodean no hacen otra cosa que "culparte" de todas sus experiencias negativas, a raíz de situaciones vividas en el pasado. Y todo esto porque resulta más fácil culpar al otro, que aceptar que los principales responsables de nuestro destino somos nosotros mismos. Gracias, mi bien, por hacerme ver esta realidad.

    ResponderEliminar