sábado, 18 de agosto de 2012

Cuando las instituciones religiosas deforman el rostro de Dios


A pesar de que vivimos en medio de una sociedad prevalentemente atea, yo encuentro que resurge en diversas personas un alto interés por desarrollar su parte espiritual, que es aquella zona psíquica y afectiva donde nos comunicamos con lo Trascendente.
No obstante hay muy poca “simpatía cultural” hacia las religiones altamente institucionalizadas, tal como es el caso de la Iglesia Católica. Las razones de esta escisión cada vez más acentuadas poseen una complejidad y una variedad tal que describirlas y analizarlas sería escribir tomos y más tomos sobre este particular.
La iglesia culpa a la cultura de haber convertido al hombre y a la mujer posmodernas en individuos “light”, con poca capacidad para el compromiso con los valores perennes, consumistas, materialistas, hedonistas… Y la cultura culpa a la Iglesia de oscurantista, medieval, alejada de la realidad, cultora de valores caducos, enemiga de la libertad del hombre, de su progreso, de su placer y goce de la vida. Ve en ella un poder paternalista que manipula a las conciencias atemorizándolas con el fuego eterno, o estanca el genuino desarrollo personal y social adormeciendo el dolor presente con una infantil esperanza de premio futuro.
Si a ello le sumamos una cantidad generosa de personas que, habiendo crecido al calor de sus grupos juveniles y/o parroquiales, de pronto se vieron alejadas de ella por motivos diversos (malas experiencias de la catequesis, de los grupos, de la confesión sacramental; disidencias ideológicas; situaciones personales y familiares fuera de la ley de la Iglesia; escándalo por mal ejemplo de alguno de sus miembros; o simplemente el no sentirse contenido, comprendido, aceptado tal como se es dentro de la misma…), nos da un panorama bastante crítico de la tensa relación entre Iglesia y Cultura.
En esto hay algo que me resulta curioso (¿curioso? ¿cabe ese vocablo?)… Pues sí, curioso… Y es que el Dios del que nos habla Jesús, no tiene nada que ver con esos rasgos paternalistas que se delinean en el perfil de la Iglesia. Dios no siente desconfianza o temor del ejercicio de la libertad humana, aún cuando ésta se equivoque, pues equivocándose se aprende. ¿Dios enemigo del placer, enemigo del sexo? ¿No inventó Dios, acaso, a ambos? (y convengamos que es un gran invento -¿cuántos le darán las gracias por ello?)
Dios quiere atraer al hombre por su belleza, entablando con él un vínculo particularísimo… con cada ser humano, cada uno, independientemente de su condición racial, social, sexual, religiosa, personal… Quiere hacerse compañero de camino de cualquier, de todos, de cada transeúnte  lanzado desnudo a la aventura de vivir, desafiado a construir su ser sin un manual de instrucciones, a pura intuición. Dios se ofrece como esa presencia suave, no invasiva, que conjuga sabiamente el respeto por las radicales decisiones del ser humano y la necesaria guía interior que lo orienta a sacar lo mejor de sí. Por eso la antinomia Dios-libertad es la absurda mentira cultural y religiosa que por siglos entramparon y bloquearon procesos personales y sociales. El hombre no necesita que Dios muera para ser libre; Dios no necesita que el hombre muera psicológicamente (se bloquee) para ser Dios. Dios ama la libertad del hombre, Dios provoca la libertad en el hombre, Dios requiere la libertad del hombre para manifestarse. Sin libertad de conciencia no hay amor, sin libertad de pensamiento no hay conocimiento, sin libertad de acción no hay plenitud de ser; es por ello que Dios no sólo no teme sino que incluso promueve, incita, motiva, anima activamente nuestro ejercicio de libertad.
Si por “cristiano” entendemos al que cree en el Dios que nos mostró Jesús, el cristiano es la persona que más goza de su libertad interior, más procura su propia construcción de ser, y más se inquieta y activa en la búsqueda de un mundo más humano. Diferentes “ideologías religiosas” acentuarán un aspecto sobre (y a veces a pesar) de otros, pero las enseñanzas de Jesús son un todo abarcativo, que se expanden por donde la complejidad del hombre y del mundo tienden a difundirse, armonizando y realzando todos los aspectos, sin desperdiciar, desvalorar, o mucho menos anular ninguno.
El prototipo del religioso, como un sumiso y pasivo fiel de cabeza gacha, sin criterio propio, que en todo teme ofender a Dios, desconfiado de sí mismo, cerrado a la novedad de la cultura, recluido en sus propias comunidades fuera de las cuales se siente extraño, resignado a sus propias limitaciones, que, peligrosamente, en muchos casos sacraliza,  es un absurdo contrasentido si logramos penetrar en el corazón del Evangelio.
Por cierto, la Iglesia en su predicación no dice nada distinto de todo esto. Ya no se explota (salvo en ciertos sectores comúnmente definidos como tradicionalistas) el temor al infierno o a la ira de Dios para incentivar la conducta religiosa, reivindica el  papel de la conciencia personal e insiste en que “Dios es amor”… Pero la herencia de aquella predicación que por lo menos por un milenio dominó la cultura es demasiado pesada como para revocarla de modo visible, máxime cuando la nueva visión del hombre y del mundo no ha logrado penetrar sus estructuras institucionalizadas. Por supuesto que Ella habla de un Dios Padre, que nos ama y nos libera, pero hasta que no transforme su modo de mirar y valorar a sus fieles laicos, no revise su modo de ejercer la guía espiritual, entre otras cosas, seguirá borrando con el codo lo que escribe con la mano.

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