La alegría y
la paz en medio de las dificultades
Posiblemente estemos
acostumbrados a pensar que los factores externos son los responsables de
robarnos la alegría y la paz… aquellas personas con las cuales mantenemos
relaciones conflictivas, aquel trabajo que nos ocasiona numerosos dolores de
cabeza, esos proyectos que están trabados por las circunstancias…
No obstante, las razones de la tristeza y el desasosiego siempre están
dentro de nosotros. Esto no deja de ser una buena noticia, dado que no
dependemos entonces, para ser felices, de condiciones externas; pero por otro
lado nos coloca frente a una labor nada fácil: el dominio sobre nosotros mismos.
Quien se domina a sí
mismo posee ya las llaves del éxito. Por eso la Palabra de Dios nos irá
dando aquellas herramientas existenciales para hacernos capaces de dicha
capacidad. De allí la auténtica libertad.
De allí la auténtica soberanía sobre la propia vida. Esas herramientas
tienen un nombre clásico, actualmente en decreciente uso: SABUDURÍA.
Antes de analizar los
consejos que la Biblia
nos ofrece para una vida feliz, vamos a enunciar someramente cuáles pueden ser
los motivos de la ausencia de alegría y paz. Dijimos que ambas son síntomas de
una vida armónica, luego, su ausencia (de modo más o menos estable) son
síntomas también; por lo tanto, cuando
notamos que en nosotros hay una considerable tendencia al desánimo y a la
angustia, es sumamente necesario indagar sobre su posible causa, pues,
eliminada ésta, la alegría y la paz volverán a nosotros.
Causas pueden ser, por ejemplo:
1)
Fijación
en alguna etapa (niñez-adolescencia) en el proceso de madurez psicológica. Sobrellevar la vida adulta con todo su bagaje
de responsabilidades (familia, empleo, profesión, etc) sin haber desarrollado
las cualidades propias que nos capacitan para ello constituye una fuente
profusa de angustia y malestares. Nuestro cuerpo biológico madura por sí mismo,
basta alimentarlo sanamente para que él vitalice, fortalezca, agrande sus
miembros conforme a nuestra naturaleza. En la psiquis (y en el alma) las cosas
no suceden así: maduramos con esfuerzo, a fuerza de un trabajo interior que nos
permita conocernos mejor a nosotros mismos, clarificar nuestros auténticos
deseos, elegir las metas, delinear caminos para llegar a ellas, lograr un
cierto equilibrio para mantenernos serenos frente a los triunfos y a los
fracasos. Eso no se consigue si no es desde la interioridad.
Las personas que se hayan fijadas en la etapa
de niño (característico de los cinco – seis años) son víctimas de sus propios
caprichos. Hoy quieren algo, se enceguecen en aquello que quieren; y cuando lo
consiguen (suelen conseguirlo porque despliegan mucha fuerza en ello), el
interés por lo conseguido decae casi abruptamente. Buscan otra cosa, tal vez
totalmente distinta a la primera. Porque en realidad no saben lo que quieren.
Demás está aclarar que estas personas son incapaces de proyectos estables;
convierten la vida de pareja en un infierno, y no son capaces de un ejercicio
auténtico de la paternidad – maternidad.
Otra etapa que causa menos problemas para la
convivencia social es la fijación en la etapa del “niño perfecto” (diez años,
aproximadamente). Estas personas buscan la perfección a costa de lo que sea: lo
mejor en el trabajo, la familia perfecta, el seguimiento de las costumbres
sociales tal cual vienen planteadas. Son personas que llevan adelante
proyectos, emprendedores, capaces, aparentemente estables. Por contrapartida
desarrollan gran rigidez de pensamiento y de conducta. Son exigentes consigo
mismo y con los demás. Dependen en demasía del reconocimiento de los otros con
respecto a sus logros, y eso hace que se desalienten totalmente si dicho
reconocimiento está ausente (lo cual sucede a menudo). No se dan espacio para
la creatividad ni para las expresiones espontáneas de sentimientos. El orden y
el éxito logrado en la vida no les reditúa en sensaciones de alegría y paz: al
contrario, no pocas veces desarrollan agresividades encubiertas, envidias a los
disipados, juicios duros para aquellas personas que no obedecen a las reglas
(¡Y que encima les va bien!). Lo que sucede es que esas personas encausaron su
vida respondiendo (inconcientemente) a las expectativas que los demás tienen o
tuvieron (o ellos figuraron que tenían) sobre sí, en lugar de seguir el curso
de sus propios deseos.
Deseos no son caprichos. Sólo una persona relativamente madura es capaz
de encontrarse con su propio mundo desiderativo y hacer de él el motor de su
vida para lograr objetivos buenos y estables, tanto para sí como para aquellos
que la rodean.
Estas fijaciones obstaculizan la felicidad en modo severo. Por lo tanto, si descubrimos algún resabio de eso en nosotros, es imprescindible tomar conciencia de ello y buscar las ayudas adecuadas. Todo se puede superar, sólo necesitamos voluntad, paciencia, y por sobre todas las cosas, perseverancia.
2)
Estar
transitando un camino equivocado.
Quizás hemos realizado nuestras opciones existenciales en un marco poco
favorable, quizás estuvimos sometidos a algún tipo de presión (incluso
inconciente) por lo cual no elegimos lo que realmente queríamos; o aquello que
quisimos de pronto no nos dio la satisfacción que esperábamos. Por muchos y muy
complejos factores podemos estar lidiando con una situación de la que nos
sentimos “extraños”. Esta “extrañeza” es fuente de tristeza y angustias (en
psicología llaman a este sentimiento “alienación”). Es difícil, en la edad
meridiana de la vida, tomar conciencia que, de pronto, elegimos la profesión
equivocada, o (lo que es peor) la pareja equivocada, porque muchas cosas quizás
no tendrán vuelta atrás. Es imposible desenredar el tiempo y deshacer lo que
nos parece está construido sobre malos cimientos. Si ésta es la cuestión,
conviene tomarse un tiempo personal para realizar, con serenidad y
autenticidad, los replanteos del caso. Es una instancia que necesita mucha
sabiduría y un acompañamiento profundo de la luz de Dios. Sólo a la luz de Dios
(El Espíritu Santo) podremos realizar un auténtico replanteo que nos lleve a
opciones constructivas, no alienantes, y que nos devuelvan la alegría y la paz.
3)
La
soledad. Hay un tipo de
soledad muy ligada a nuestros procesos psicológicos y que tienen que ver con
una baja autoestima. Como dicha situación no es el campo específico del que nos
ocupamos, dejamos espacio a los especialistas en el tema. Para estos casos, muy
probablemente, necesitemos ayuda profesional, porque ante una baja autoestima
ni siquiera permitimos al amor de Dios expresarse en nosotros.
Pero a menudo el sentimiento de soledad ocurre
por sostener en nosotros sentimientos de egoísmo y exigencias hacia los demás.
La puerta del corazón que se
abre para recibir es la misma que antes se debió abrir para dar.
Por lo tanto
Por lo tanto
Nos sentimos solos rodeados de muchas personas que nos
quieren, pero no les permitimos expresarlo
Y dentro de esas personas está el propio Dios.
Cuando exigimos a los
demás colocamos nuestra mirada en las falencias, en los errores, en los
defectos… que, evidentemente, siempre tendrán (como nosotros mismos los
tenemos). Cuando nos arriesgamos a ser
los primeros en dar, colocamos nuestras miradas en lo bueno, en los aciertos,
en lo noble… que siempre están también.
El amor engendra amor.
Sólo una persona muy cerrada no se deja seducir por el amor auténtico; en
general, se consigue mucho más de los demás con actitudes de amor que de
exigencia.
Parafraseando a san Francisco de Sales: “No se
atrapa a la abeja con un barril de vinagre, sino con una gota de miel”.
Una gota de miel puede
hacer maravillas. El tema está
en poder producir en nosotros esa gota de miel, sobre todo en contextos en los
que ha habido muchas heridas. Sin embargo el Espíritu de Dios tiene esa
capacidad, y a veces necesitamos pedirla como gracia.
El amor está fuertemente ligado a la alegría, y a tal punto que no se da
el uno sin el otro.
El amor es el alimento del alma: sencillamente no puede faltar. Si falta, hay
una necesidad psicológica básica insatisfecha, por lo que la vida de ese sujeto
será realmente y con toda la fuerza de la palabra: inhumana.
Por eso las opciones que realmente realizan
nuestra persona son las que tienen que ver con el amor: ¿de qué modo, de
acuerdo a lo que soy, sirvo mejor a la
sociedad? (trabajo, profesión) ¿en qué estilo de vida despliego lo mejor de mi
corazón para amar a los demás? (opciones vocacionales).
El amor es fundamentalmente una
actitud que requiere de una decisión. Tal vez hemos pensado (sobre todo en la experiencia de “estar
enamorados”) que es el otro el que nos despierta espontáneamente el amor en
nosotros. Y ello no es del todo exacto, pues, en alguna etapa de la vida de
pareja se hace necesario el amor como actitud deliberada nuestra.
Cuando el amor deja de ser una pasión para
transformarse en una decisión es cuando se hace humano, real, y altamente
gratificante.
El amor representa un “combo” de actitudes como: el respeto, el cuidado,
la responsabilidad y el conocimiento[1].
[1] Un libro muy recomendado
para este tema del amor abordado desde la psicología “El arte de amar” de Eric
Fromm. Es un clásico.