sábado, 20 de octubre de 2012


La alegría y la paz en medio de las dificultades

 

 

            La Alegría y la Paz, tanto como sus opuestos la tristeza y el desasosiego, no son sentimientos que se puedan producir deliberadamente, sino más bien “sentimientos síntomas” que nos indican cómo anda nuestro mundo interior.

            Posiblemente estemos acostumbrados a pensar que los factores externos son los responsables de robarnos la alegría y la paz… aquellas personas con las cuales mantenemos relaciones conflictivas, aquel trabajo que nos ocasiona numerosos dolores de cabeza, esos proyectos que están trabados por las circunstancias…

No obstante, las razones de la tristeza y el desasosiego siempre están dentro de nosotros. Esto no deja de ser una buena noticia, dado que no dependemos entonces, para ser felices, de condiciones externas; pero por otro lado nos coloca frente a una labor nada fácil: el dominio sobre nosotros mismos.

            Quien se domina a sí mismo posee ya las llaves del éxito. Por eso la Palabra de Dios nos irá dando aquellas herramientas existenciales para hacernos capaces de dicha capacidad. De allí la auténtica libertad. De allí la auténtica soberanía sobre la propia vida. Esas herramientas tienen un nombre clásico, actualmente en decreciente uso: SABUDURÍA.

            Antes de analizar los consejos que la Biblia nos ofrece para una vida feliz, vamos a enunciar someramente cuáles pueden ser los motivos de la ausencia de alegría y paz. Dijimos que ambas son síntomas de una vida armónica, luego, su ausencia (de modo más o menos estable) son síntomas también; por lo tanto, cuando notamos que en nosotros hay una considerable tendencia al desánimo y a la angustia, es sumamente necesario indagar sobre su posible causa, pues, eliminada ésta, la alegría y la paz volverán a nosotros.

 
Causas pueden ser, por ejemplo:


1)     Fijación en alguna etapa (niñez-adolescencia) en el proceso de madurez psicológica. Sobrellevar la vida adulta con todo su bagaje de responsabilidades (familia, empleo, profesión, etc) sin haber desarrollado las cualidades propias que nos capacitan para ello constituye una fuente profusa de angustia y malestares. Nuestro cuerpo biológico madura por sí mismo, basta alimentarlo sanamente para que él vitalice, fortalezca, agrande sus miembros conforme a nuestra naturaleza. En la psiquis (y en el alma) las cosas no suceden así: maduramos con esfuerzo, a fuerza de un trabajo interior que nos permita conocernos mejor a nosotros mismos, clarificar nuestros auténticos deseos, elegir las metas, delinear caminos para llegar a ellas, lograr un cierto equilibrio para mantenernos serenos frente a los triunfos y a los fracasos. Eso no se consigue si no es desde la interioridad.

Las personas que se hayan fijadas en la etapa de niño (característico de los cinco – seis años) son víctimas de sus propios caprichos. Hoy quieren algo, se enceguecen en aquello que quieren; y cuando lo consiguen (suelen conseguirlo porque despliegan mucha fuerza en ello), el interés por lo conseguido decae casi abruptamente. Buscan otra cosa, tal vez totalmente distinta a la primera. Porque en realidad no saben lo que quieren. Demás está aclarar que estas personas son incapaces de proyectos estables; convierten la vida de pareja en un infierno, y no son capaces de un ejercicio auténtico de la paternidad – maternidad.

Otra etapa que causa menos problemas para la convivencia social es la fijación en la etapa del “niño perfecto” (diez años, aproximadamente). Estas personas buscan la perfección a costa de lo que sea: lo mejor en el trabajo, la familia perfecta, el seguimiento de las costumbres sociales tal cual vienen planteadas. Son personas que llevan adelante proyectos, emprendedores, capaces, aparentemente estables. Por contrapartida desarrollan gran rigidez de pensamiento y de conducta. Son exigentes consigo mismo y con los demás. Dependen en demasía del reconocimiento de los otros con respecto a sus logros, y eso hace que se desalienten totalmente si dicho reconocimiento está ausente (lo cual sucede a menudo). No se dan espacio para la creatividad ni para las expresiones espontáneas de sentimientos. El orden y el éxito logrado en la vida no les reditúa en sensaciones de alegría y paz: al contrario, no pocas veces desarrollan agresividades encubiertas, envidias a los disipados, juicios duros para aquellas personas que no obedecen a las reglas (¡Y que encima les va bien!). Lo que sucede es que esas personas encausaron su vida respondiendo (inconcientemente) a las expectativas que los demás tienen o tuvieron (o ellos figuraron que tenían) sobre sí, en lugar de seguir el curso de sus propios deseos.

            Deseos no son caprichos. Sólo una persona relativamente madura es capaz de encontrarse con su propio mundo desiderativo y hacer de él el motor de su vida para lograr objetivos buenos y estables, tanto para sí como para aquellos que la rodean.
 
            Estas fijaciones obstaculizan la felicidad en modo severo. Por lo tanto, si descubrimos algún resabio de eso en nosotros, es imprescindible tomar conciencia de ello y buscar las ayudas adecuadas. Todo se puede superar, sólo necesitamos voluntad, paciencia, y por sobre todas las cosas, perseverancia.

2)     Estar transitando un camino equivocado. Quizás hemos realizado nuestras opciones existenciales en un marco poco favorable, quizás estuvimos sometidos a algún tipo de presión (incluso inconciente) por lo cual no elegimos lo que realmente queríamos; o aquello que quisimos de pronto no nos dio la satisfacción que esperábamos. Por muchos y muy complejos factores podemos estar lidiando con una situación de la que nos sentimos “extraños”. Esta “extrañeza” es fuente de tristeza y angustias (en psicología llaman a este sentimiento “alienación”). Es difícil, en la edad meridiana de la vida, tomar conciencia que, de pronto, elegimos la profesión equivocada, o (lo que es peor) la pareja equivocada, porque muchas cosas quizás no tendrán vuelta atrás. Es imposible desenredar el tiempo y deshacer lo que nos parece está construido sobre malos cimientos. Si ésta es la cuestión, conviene tomarse un tiempo personal para realizar, con serenidad y autenticidad, los replanteos del caso. Es una instancia que necesita mucha sabiduría y un acompañamiento profundo de la luz de Dios. Sólo a la luz de Dios (El Espíritu Santo) podremos realizar un auténtico replanteo que nos lleve a opciones constructivas, no alienantes, y que nos devuelvan la alegría y la paz.

Sólo desde Dios encontraremos caminos insospechados, posibilidades de renovar la vida, de construir sobre lo destruido, de vitalizar lo que se creía muerto, de descubrir nuevas posibilidades.

       El proceso de poner en manos de Dios estas circunstancias no asumidas por nosotros es altamente liberador, y gratificante, aún en medio de las crisis que suele significar.

3)     La soledad. Hay un tipo de soledad muy ligada a nuestros procesos psicológicos y que tienen que ver con una baja autoestima. Como dicha situación no es el campo específico del que nos ocupamos, dejamos espacio a los especialistas en el tema. Para estos casos, muy probablemente, necesitemos ayuda profesional, porque ante una baja autoestima ni siquiera permitimos al amor de Dios expresarse en nosotros.

Pero a menudo el sentimiento de soledad ocurre por sostener en nosotros sentimientos de egoísmo y exigencias hacia los demás.


La puerta del corazón que se abre para recibir es la misma que antes se debió abrir para dar.
 

Por lo tanto

Si nunca nos abrimos a dar, no permitimos que el amor de los demás entre en nosotros
 

Por lo tanto

 

Nos sentimos solos rodeados de muchas personas que nos quieren, pero no les permitimos expresarlo

 

Y dentro de esas personas está el propio Dios.

 

            Cuando exigimos a los demás colocamos nuestra mirada en las falencias, en los errores, en los defectos… que, evidentemente, siempre tendrán (como nosotros mismos los tenemos). Cuando nos arriesgamos a ser los primeros en dar, colocamos nuestras miradas en lo bueno, en los aciertos, en lo noble… que siempre están también.

            El amor engendra amor. Sólo una persona muy cerrada no se deja seducir por el amor auténtico; en general, se consigue mucho más de los demás con actitudes de amor que de exigencia.

Parafraseando a san Francisco de Sales: “No se atrapa a la abeja con un barril de vinagre, sino con una gota de miel”.

Una gota de miel puede hacer maravillas. El tema está en poder producir en nosotros esa gota de miel, sobre todo en contextos en los que ha habido muchas heridas. Sin embargo el Espíritu de Dios tiene esa capacidad, y a veces necesitamos pedirla como gracia.

El amor está fuertemente ligado a la alegría, y a tal punto que no se da el uno sin el otro.


El amor es el alimento del alma: sencillamente no puede faltar. Si falta, hay una necesidad psicológica básica insatisfecha, por lo que la vida de ese sujeto será realmente y con toda la fuerza de la palabra: inhumana.

Por eso las opciones que realmente realizan nuestra persona son las que tienen que ver con el amor: ¿de qué modo, de acuerdo a lo que soy,  sirvo mejor a la sociedad? (trabajo, profesión) ¿en qué estilo de vida despliego lo mejor de mi corazón para amar a los demás? (opciones vocacionales).

El amor es fundamentalmente una actitud que requiere de una decisión. Tal vez hemos pensado (sobre todo en la experiencia de “estar enamorados”) que es el otro el que nos despierta espontáneamente el amor en nosotros. Y ello no es del todo exacto, pues, en alguna etapa de la vida de pareja se hace necesario el amor como actitud deliberada nuestra.

Cuando el amor deja de ser una pasión para transformarse en una decisión es cuando se hace humano, real, y altamente gratificante.

El amor representa un “combo” de actitudes como: el respeto, el cuidado, la responsabilidad y el conocimiento[1].



[1] Un libro muy recomendado para este tema del amor abordado desde la psicología “El arte de amar” de Eric Fromm. Es un clásico.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Para mantener la esperanza frente a las frustraciones


En la vida no todo sucede como esperamos. Difícilmente alguno de nosotros no haya pasado por la experiencia de la desilusión. Dolorosa: ¿verdad? Sobre todo si se ha tratado de algún proyecto o situación que nos parecía tan nuestro, tan vital para el logro de nuestros objetivos. No pocas personas poseemos una cierta predisposición psicológica a no volver a entusiasmarnos con nada, pensando que de ese modo no sentiremos frustración en caso que no suceda lo que esperamos. El resultado es ciertamente negativo, pues cuando algo nos está saliendo bien, de pura desconfianza en el éxito, sin darnos cuenta terminamos entorpeciendo la cosa, con lo cual se reafirma el círculo vicioso de la “mala suerte”.

            Por mucho que nos cueste, un sano optimismo previo es capital para la consecución de nuestros fines. Aunque muchas veces hayamos experimentado la triste sensación del fracaso, no debemos desesperar; la vida se nos ensombrece en demasía cuando nos negamos a la esperanza de conseguir lo que deseamos.

            Lo que sucede es que a veces hemos desplegado demasiadas expectativas alrededor de algo que no tenía de por sí la capacidad de otorgárnosla. Como dice sabiamente el refrán “pedimos peras al olmo”. En el campo afectivo esto es básico para tener en cuenta a la hora de entretejer relaciones cercanas (pareja, amigos, familia); no podemos pedirles a todos los que nos rodean que colmen nuestras expectativas sobre ellos; pues, por mucho que se esfuercen, no lo podrán conseguir. No porque no sean idóneos, o no sean las personalidades apropiadas para nosotros, sino porque ninguna relación humana es perfecta y colma al cien por cien la soledad propia de cada individuo. Cuando uno acepta esta verdad, cuando convierte las exigencias en actitudes más oblativas, sucede por lo general que no sólo bajan nuestros niveles de frustración, sino que las satisfacciones reales que los otros nos estaban otorgando siempre (y que por tanto exigir no alcanzamos a verlas) comienzan a llenar esos espacios vacíos. Digo “por lo general” porque hay relaciones contraproducentes, que nos dañan, a las que, de no poder revertirse el daño, no queda más solución que la separación. Con las personas, situaciones, recuerdos, ideas, formas de enfrentar la vida… lo que sea… que nos produzca daño, hay que cortar. La amputación a tiempo de un miembro irreversiblemente enfermo, salva la totalidad del cuerpo.

 

            Otra fuente de frustración es la fantasía. Nos imaginamos en una situación deseada, recreamos mentalmente miles de escenas que nos anticipan el gozo de lo querido… y cuando se desarrolla en la realidad lo que hemos esperado, difícilmente tenga esa misma carga de gratificación con respecto a lo fantaseado. Nos hemos pintado un mundo de color en nuestra fantasía, y la realidad demostró ser gris. Por algo tenemos mayor propensión a la fantasía en la juventud, no así en la etapa madura. Si bien las frustraciones tiene la capacidad de hacernos medir con mayor realismo las expectativas que desarrollamos alrededor de nuestros proyectos, la ausencia total de ilusión nos hace más sombríos y menos temerarios; y ciertamente, si queremos conseguir frutos buenos de nuestras propias vidas, no podemos renunciar del todo a la temeridad. Que las experiencias de frustraciones nos hagan sabios y prudentes es excelente en grado sumo; que nos hagan desalentados y temerosos al cambio, es contraproducente.

            Por más que hayamos tenidos despertares abruptos, no se puede renunciar al sueño. Porque el sueño es el encanto de la vida, es la ilusión que nos hace personas originales dentro de esta sociedad que uniforma, nos da la energía espiritual que necesitamos para vencer la rutinización del día a día en la que parecemos esclavos del reloj.

            Y los sueños, los auténticos sueños, se cumplen a la larga. Tal vez soñemos con formar una familia armónica y feliz; en el momento de estarla realizando hemos fantaseado con escenas ideales donde el amor triunfa sobre cualquier dificultad… No es poco común, al cabo de algunos años (días en algunos casos), darse con la realidad que las cosas no suceden como se soñó, que hay más dificultades de las esperadas, que “no todo es color rosa”… Este desencanto es tan normal que creo incluso, es inevitable. Es el momento donde la esperanza (el sueño) se hace heroico, pues es muy fácil caer en la tentación de dejar de soñar y acomodarse a la idea que “es así”, que nada podemos cambiar, que hemos tenido mala suerte, que simplemente nos tenemos que acomodar lo mejor posible a esta realidad.

            Es esa la situación donde debemos “esperar contra toda esperanza”. El amor sigue siendo posible, nada más que la realidad nos descubrió que necesitamos invertir mucho de nosotros mismos, que es un proceso donde el elemento tiempo es fundamental, que, aún cuando no perfecto, es por lo menos perfectible. El amor sigue siendo posible, nada más que no viene dado: lo debemos construir, y contruir en medio de grandes dosis de descontento, frustraciones, dificultades. Por lo tanto, si renunciamos a soñar, renunciamos a la fuerza que necesitamos para conseguir lo propuesto.

            La esperanza es el motor de la vida. En situaciones límites es una apuesta, hasta diría yo un salto al vacío. Un salto imposible si no nos acompaña una fe profunda en la Providencia de Dios. Por eso la fe y la esperanza están íntimamente relacionadas.

 

            La Providencia de Dios es esa Voluntad Paterno Materna por la que Dios nos arma el escenario favorable para el despliegue de nuestra existencia. Como somos personas libres y responsables, la vida resulta una construcción nuestra; nosotros somos artífices de lo que nos sucede, y en gran medida, de lo que nos sucederá; lo que Dios hace es acercarnos las condiciones externas (e internas, que en definitiva son las más importantes) para que nosotros elijamos un “destino” que tenga la real capacidad de otorgarnos felicidad, y las fuerzas para no decaer en los momentos de crisis.

            Confiar en esta Providencia nos abre horizontes insospechados, nos regala una auténtica libertad, y nos abre a la alegría de la vida. Porque nuestras previsiones humanas (por exactas que fueran) siempre tienen un límite: no manejamos futuro. Podemos prever ciertas cosas, pero el mañana trae oportunidades y dificultades no esperadas; si cargamos totalmente sobre nuestras espaldas la previsión de futuro, no sólo no podemos garantizar que las cosas se den conforme nuestra previsión, sino que incluso nos ligamos una carga demasiado pesada para nuestras espaldas. Es nuestro deber planificar y ser previsores… pero una vez que hicimos todo lo que pudimos, se lo entregamos a la Providencia de Dios y dejamos que Él se encargue de lo que vendrá… Mientras nosotros nos detenemos a disfrutar del momento presente. Porque si nos hacemos cargo absolutamente del futuro, no nos queda espacio para las cosas del hoy. Y hay cosas importantes que suceden día a día. El tiempo es HOY:

 

Hoy es el tiempo para reconciliarme

Hoy es el tiempo para compartir con mis hijos

Hoy es el tiempo para disfrutar del descanso

Hoy es el tiempo para pasarla en familia

Hoy es el tiempo para dar un paseo

Hoy es el único tiempo para disfrutar.

 

Porque el mañana siempre será mañana. Con responsabilidad, debemos prever algo de futuro, pero vivir el presente. Esto es posible si confiamos en la Providencia de Dios. Por eso la fe libera, porque permite dejar en manos de Dios aquello que no está a nuestro alcance para poder concentrarnos en lo que realmente está bajo nuestro dominio: el hoy.

 

La fe, que es proceso y  tiene sus momentos de altibajos, nos otorga una mirada esperanzadora y a la vez realista de la vida. Nos hace descubrir el gran valor de las cosas pequeñas, el gran momento de nuestras vidas en las que nos dedicamos a gestos tan simples como abrazar, mimar, dialogar, acompañar a nuestros seres queridos. No hay tesoro más grande que el amor, aún cuando imperfecto porque es, en todo caso, perfectible.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Si Dios ama ¿por qué permite el dolor?


El poder de la fe ante el dolor


 

            La vida diaria ofrece una variedad de oportunidades tanto para elegir creer como para elegir el desencanto con la realidad, con cualquier realidad.

            Y lo más curioso es que, elijamos lo que elijamos, el resultado siempre nos confirmará lo apostado. Si elegimos creer en lo bueno, los resultados nos serán favorables; si elegimos el desencanto, las cosas sucederá de tal modo que reafirmemos tal desencanto. Porque nuestras creencias previas de algún modo condicionan los acontecimientos, o por lo menos, nuestro modo de enfrentarlos, por lo que, a la larga, termina sucediendo (para bien o para mal) lo que esperamos.

            Por esta razón resulta fundamental para nuestras vidas discernir en nuestro verdadero objeto de fe. Pues aquí lo importante no es en qué creemos (contenido intelectual: conceptos, afirmaciones racionales, etc), sino a quién creemos (contenido afectivo que involucra una relación con un alguien). Aquí no se trata sólo de creer en Dios, sino principalmente, creele a Dios.

  • Creer que realmente se interesa en mí como un verdadero/a  Padre – Madre.
  • Creer que mi propia vida, más allá del juego humano –no siempre favorable- de condiciones en las que se haya producido mi nacimiento, es fruto del querer positivo de Dios. Si yo estoy con vida, es porque El me la ha dado.
  • Creer que Él siempre tiene con respecto a mí una Voluntad buena, por lo que todas las circunstancias las dispone para mi bien
  • Creer que él intenta conducirme, contando con mi libertad, hacia lo mejor para mi vida.
  • Creer que a Él le interesa absolutamente todo lo que soy y todo lo que tengo. Nada de lo mío le resulta indiferente.

 

 

Convengamos que esta fe, si realmente estamos hablando de un convencimiento radical (eso es fe), no siempre resulta sencillo mantener. Porque nuestras experiencias en la vida cotidiana nos plantean momentos muy críticos… Seguramente, algunas cosas no habrán salido como esperábamos; tal vez nos enfrentamos a dolores que nos parecen injustos de sobrellevar; quizás nos sobrevino una situación límite que pensamos no merecerla… limitaciones profundas, quiebre familiar, enfermedad, muerte de un ser querido…

Entonces, el planteo es inevitable: Si Dios me ama ¿por qué me manda esto?

Por mi parte hablar de “pruebas que Dios nos pone” no me conforma mucho, porque no me gusta la idea de un Dios “que pruebe”, pues, si Él lo sabe todo… ¿qué es lo que necesita probar? Conozco personas que la idea de estar sobrellevando una prueba de Dios le da fuerzas. Si es el caso, me parece que dicha persona encontró su respuesta. Pero otras, en cambio, entre las cuales me tengo que incluir, se enojan contra la supuesta prueba, con lo cual aumenta considerablemente el rechazo a la situación.

Personalmente estoy convencida que las situaciones límites viene por una conjunción de causas de las que solemos ser más responsables de lo que pensamos, pues nuestro inconciente predispone (para bien o para mal) una gran parte de lo que nos pasa. No obstante, hay cosas que suceden más allá de nosotros mismos (como la muerte de un ser querido), y aún cuando lo doloroso sea armado por nuestro inconciente no manejado, estamos frente al mismo dilema: algo que nos duele, nos está sucediendo… se supone que Dios, el Padre – Madre que me protege, lo está permitiendo. ¿Dónde está su amor, entonces?

            Dar una respuesta universal para esta crisis tan personal es quizás inútil, pues se corre el riesgo que resulte una frase abstracta. “Todo será para bien” “Dios sabe lo que hace” etc.

            Cada circunstancia trae su propia respuesta. Y la respuesta acertada se la encuentra en Dios mismo. Por eso, cuando hay situación de crisis no queda ninguna otra alternativa saludable que enfrentarla. Meterse dentro de la tormenta y dejar que moje. Desviar el pensamiento, adormecer la conciencia, evadir los problemas pueden dar una cierta mejoría transitoria, pero nunca la salida. Para salir no queda más remedio que entrar. Estar dispuesto a viajar al “ojo de la tormenta”, a costa de lo que sea. Decirse con valor: “me está sucediendo tal cosa”…

Ideas como “no debería pasarme esto a mí”, “por qué me tiene que pasar justo a mí”… no ayudan a asumir la crisis. La crisis vino, y está (era tan linda la vida antes que sucediese esto); pero está. Esa es la realidad.

            Esto que está irremediablemente dentro llegó a mí, y se supone que hay un Dios que me ama, y a pesar de amarme lo ha permitido. ¿Dónde está su amor, entonces? Solamente Dios le puede responder acabadamente esta pregunta; por eso no tenga miedo a preguntárselo aún cuando esto signifique sincerar algún enojo que pueda tener contra Él. No tenga miedo de expresarle, desde lo íntimo de su corazón, lo que siente, aún cuando eso sea rabia y enojo. Es preferible que lo haga antes de disfrazar lo que siente, pues en la medida en que usted se abre a este sinceramiento con Dios, le permite a Él responderle. Su respuesta puede demorar, pero siempre llega. Y esa respuesta significa la salida del dolor de tal situación.
Estoy plenamente convencida que Dios comprende nuestros enojos, y que podemos sentirnos plenamente libres para expresárselos. Valga la redundancia: Dios no se enoja con nuestros enojos… ni con nuestros planteos… ni con nuestras dudas… Lo importante, vuelvo a repetirlo, es sincerarse con Él (que en realidad es sincerarse con nosotros mismos, porque Dios sabe perfectamente lo que pensamos y sentimos, y conoce también ese algo oscuro que es nuestro inconsciente, “ese algo” que usualmente es el primer responsable de nuestros males). Sincerarnos con Dios permite abrir esa “caja de pandora” inmanejable (por desconocido) del inconciente, para iluminarla y hacernos comprender la raíz de nuestro mal. Con esa luz, con ese conocimiento de lo oscuro _que pasa a ser así claro, y por ende manejable_ , llega la paz, la serenidad, el consuelo y hasta la liberación del dolor que nos aqueja.

sábado, 25 de agosto de 2012

Lo mejor está por venir

En determinados momentos de nuestras vidas, experimentamos una intensa necesidad de cambio, de reorientación existencial, de superación, de "algo" que nos haga sentir diferentes.

Desde un corte de pelo hasta un nuevo trabajo, todo cambio puede resultar positivo, sin embargo, en todos los casos, el cambio que realmente transforma la vida son aquellos que comienzan en nuestra mente, es decir, en nuestro modo de mirar y juzgar las cosas. Tener claridad sobre nuestros propios pensamientos y su pertinencia o no para destrabarnos es la clave para acertar en el camino.

Para esos momentos precisos, nos conviene ampliamente saber escuchar el consejo que Dios quiere acercarnos.
¿Es que Dios tiene Palabra para mí?

Obviamente, la respuesta es sí. El tema es tener experiencia de ello para que esta afirmación deje de ser meramente teórica y pase a tener realidad en cada uno de nosotros.
Partimos de la fe inicial de que Dios quiere comunicarse con cada uno de nosotros.

Quiere comunicarse conmigo. ¿Conmigo? Exactamente: con mi nombre y apellido. Con mi individualidad. Con mi vida tal cual la tengo en este preciso momento. No necesito ser una “persona especial”, ni tener cualidades particulares, ni una vida intensamente “religiosa” para que Dios quiera decirme algo. Por el sólo hecho de existir, Dios tiene algo muy valioso para decirme.

Por otro lado, puedo constatar que tengo realmente necesidad de esa Palabra de Dios. No es la Palabra que censura, no es la Palabra que acusa, no es la Palabra autoritaria que quisiera hablarme de algo sobre lo cual no tendría interés. Es la Palabra que quiere iluminar nuestro camino, hacerme comprender el sentido de esa sucesión de acontecimientos (algunos deseables, otros difíciles de asumir, y algunos, tal vez, no asumidos en absoluto) que conforman mi historia, que quiere conducirme a lo mejor de mí mismo para liberarme auténticamente, de tal modo que pueda desplegar mi única posibilidad de vida terrenal con el mayor éxito y felicidad posible.

Lo que a Dios le interesa decirme, fundamentalmente, es quién soy yo desde lo más íntimo de mi ser. No quiere de mí otra cosa más que mi propia plenitud.

Nosotros, de muchos modos, sentimos esa sed de plenitud. Podemos tomar conciencia de ella cuando experimentamos una larvada sensación de insatisfacción, esa insatisfacción que nos lanza a innumerables proyectos pero… aún cuando lo hayamos alcanzado… sigue estando.     

Dios no suple las otras necesidades de nuestras vidas: aún  a su lado vamos a seguir sintiendo las demandas de nuestros afectos, de nuestros intereses, de nuestros trabajos, de nuestras dificultades. Lo que Dios hace es cambiar la sensación de angustia que suele acompañar dicha insatisfacción, por la esperanza. Entonces ese “deseo de más” se transforma en un positivo motor de nosotros mismos, que nos lanza  a progresar hacia lo mejor.

Para hacer que la Palabra de Dios sea existencialmente significativa es necesario unir dos puntas: la espiritualidad y la autenticidad de mi propia vida.

                La espiritualidad. Es imprescindible remover ciertos prejuicios con respecto a lo que se entiende por “espiritualidad” o “vida religiosa”. Quizás en algunas oportunidades nos encontramos con personas que se autodenominan “muy creyentes” y nos dio la impresión, por su modo de hablar y de comportarse, que viven en un mundo distinto al nuestro. Vivir la “espiritualidad” no significa (ni mucho menos) sumergirse en un mundo de respuestas hechas, de ritos incuestionables, de normas inamovibles que nos alejan de las vicisitudes comunes… de las personas comunes… Muy por el contrario, la espiritualidad auténticamente vivida es aquella que nos descubre nuestra propia realidad, nos centra en nuestro yo, nos da la claridad necesaria para tomar decisiones acertadas, resolver los nudos en lo que a veces estamos amarrados interiormente, sanar las heridas del pasado, lanzándonos con esperanzas hacia el futuro. La auténtica espiritualidad nos hace saber algo importantísimo de tener en cuenta en medio de nuestra cultura que teme el paso del tiempo:

La Presencia de Dios en nuestra cotidianeidad (eso es “espiritualidad”) no va a pretender acomodarnos a golpes a una estructura existencial armada desde afuera, sino que por el contrario nos va a otorgar dos dones fundamentalísimos para el desarrollo de nuestras biografías:

             La luz, es decir, la lucidez para interpretar de un modo realista lo que nos está pasando. Entender acabadamente Lo que nos sucede, y fundamentalmente POR QUÉ nos sucede, es la clave para desenredar situaciones que las creíamos insalvables.

DESDE DIOS NADA ES INSALVABLE. TODO TIENE UN MODO POSITIVO DE SER ASUMIDO, Y AÚN MÁS, DE SER CAMBIADO PARA NUESTRO PROPIO BIEN.

Esa luz también nos permite tener claridad sobre nuestros deseos. Ellos son la guía de nuestras decisiones, y sin embargo no siempre tenemos claridad sobre lo que realmente queremos. O mejor aún, no siempre sabemos si aquel objeto deseado realmente nos otorga el bien que presumo dentro de él. Me explico con un ejemplo: yo deseé vehementemente cierto éxito en mi carrera, me afané por conseguir el mejor promedio, en eso invertí lo mejor de mi tiempo y de mi esfuerzo. ¡Lo conseguí! Sin embargo, el gozo de tal éxito alcanzado fue efímero… duró poco. ¿Y eso por qué? ¿Acaso no conseguí lo que quería? En realidad sí y no. Yo busqué el éxito académico deseando no tanto la adquisición de conocimiento como un bien (pues eso es un logro estable) sino el reconocimiento de los demás, algo de por sí pasajero, que, aún cuando muy deseable, no representa una satisfacción duradera para el yo.

La lucidez que nos da la presencia de Dios nos ayuda a discernir nuestros auténticos deseos, para no errar en la orientación fundamental de nuestras vidas… No vaya a ser que invirtamos nuestras mejores energías y nuestro mejor tiempo en algo que no nos satisfaga plenamente.

             La fuerza. A veces sabemos que determinada situación se arregla con dar un paso (un perdón, reabrir un diálogo, dar una nueva oportunidad a alguien, etc.), pero no nos sentimos en condiciones de darlo. Desde afuera nuestro nos llueven los consejos (es muy fácil darlos, ciertamente) “Vos tenés que aceptar esto” “No pensés más en aquello” “Date otra oportunidad” “Sé optimista” etc., etc. Nuestra inteligencia sabe que el consejo es oportuno… ¡pero no tenemos fuerzas para dar ese paso! ¡No podemos perdonar! ¡No podemos dejar de pensar! ¡Sentimos que ser optimistas, en estas circunstancias, es ser ingenuo e idealista! Es que la fuerza depende de nuestra voluntad mucho menos de lo que creemos. No se trata de gran o poca firmeza de voluntad. Se trata de convicción, ¡y la convicción profunda la da justamente la luz de Dios! Cuando la Palabra de Dios ilumina nuestra realidad nos da la fuerza necesaria para dar el paso. Nos anima a hacerlo, y de repente, de lo que nos creíamos incapaces de realizar, de pronto nos descubrimos a nosotros mismos haciéndolo, con suavidad, como si siempre hubiésemos estado preparados para ello.

La propia vida. Una vez concientes de nuestra necesidad de la Palabra de Dios, debemos colocarnos en el lugar apropiado para que Ella venga a nosotros. El lugar apropiado es nuestra propia intimidad.

Vivimos en medio de una sociedad que en nada favorece el desarrollo de dicha intimidad, y sin embargo nos resulta sumamente necesaria, pues mientras no la tengamos, no vamos a abrirnos a la alegría profunda de la vida.

Un gran obstáculo a la intimidad es el sentimiento de culpa. Por lo que sea. Es frecuente ser muy autoritario con uno mismo, porque la sociedad suele imponernos ideales de éxito que no siempre van con nuestra esencia. Luego, no los alcanzamos; luego, nos enojamos con nosotros mismos; luego nos auto castigamos severamente, o bien, intentamos no pensar en ello. Evadimos. Pero nada nos salva de esa sensación permanente de enojo con nosotros mismos… Esta situación nos quita totalmente las fuerzas existenciales, nos amarga y nos aleja de nuestros seres queridos. Si estamos en esto, lo primero que hará en nosotros la Palabra será reconciliarnos con nuestro interior.

Y para permitírselo debemos dejar de juzgarnos. Tal vez no seamos tan culpables como imaginamos; incluso (lo más probable) es que no seamos culpables en absoluto. Si no pudimos lograr determinadas cosas (la familia ideal, el trabajo exitoso, los progresos económicos, etc) tal vez sean porque estos objetivos no responden a lo más auténtico de nosotros, o estaban totalmente fuera de nuestras posibilidades. Conviene mirarse al espejo y felicitarse (¿felicitarse?). Sí, felicitarse, porque, aún con los fracasos a cuestas, hemos hecho lo mejor que podíamos. Si nos hemos equivocado, aprendimos algo (el error es tan natural como respirar, no hay por qué tenerle tanta fobia). Si hemos destruido algo, seguramente que con la luz y la fuerza de Dios lo podremos reconstruir. Pues, por sobre todo:

 

TENEMOS UN ADELANTE, UNA EXCELENTE OPORTUNIDAD DE ACERTAR, DE SANAR, DE CONSTRUIR. LO MEJOR ESTÁ POR VENIR

 

sábado, 18 de agosto de 2012

Lamento


¡Ay Iglesia! Cómo me dueles: me dueles en la sangre de mis venas, me dueles en la mente y en los nervios, me dueles en mis entrañas y en mi alma, me dueles en las manos y en los pies, me dueles en la piel y en los huesos, me dueles en los ojos y en los oídos. ¡Cómo dueles cuando dueles!
Me dueles en el dolor humano que juzgas sin comprender, me dueles en los oídos de tus fieles que al escuchar tu voz, aprenden más de ti que de Jesús, me dueles en los hijos que repeles de tu regazo por no tener en cuenta de que ya crecieron y no puedes darles el trato de infantes; me dueles en el cáncer del hombre moderno a quien podrías curar si supieras percibir su enfermedad, me dueles en la confusión de las jóvenes generaciones necesitadas de atractivos rostros donde apreciar el saludable paso de Dios por la historia de los hombres en concreto…
Es tan poco lo que necesitas cambiar… casi nada, por decirlo de algún modo; sin embargo ese “casi” … ese “casi”… discernir ese “casi” costará  toda la tautológica energía  de tu burocracia. Dicho sea de paso ¿acaso no has advertido que inviertes en eso lo mejor de tus fuerzas? Tus asuntos internos agotan tanto tu reflexión que casi no tienes tiempo a mirar a tu alrededor… la realidad…
Y yo te vi, en uno de mis sueños… te vi como una resplandeciente princesa, cuya piel traspiraba juventud y belleza despidiendo luz en torno a sí. Montabas un bravo equino pura sangre de arabia, y tú, erguida sobre él, derribabas a tus enemigos a diestra y siniestra barriéndolos simplemente con una larga y delgada barra de madera barajada por tus delicadas manos.
Eras princesa, sí, tal era tu rango, pero vestías apenas una túnica, del color de la luna llena; sin corona ni joyas, sin maquillaje ni etiquetas, pues eras princesa, dama de guerra combatiendo por su Señor.
Recuerdo vivamente que en mi visión onírica, tu delicada belleza contrastaba armoniosamente con tu imbatible fuerza: nada podía detenerte, ningún enemigo podía someterte, pues vencías lo adverso con casi nada de esfuerzo.
Mas de pronto mis ojos dormidos centraron su atención en la faz del señor de todos los enemigos. De lejos, él contemplaba cómo lo mejor de sus huestes resultaban diezmadas entre tus dedos. Se percató de tu invencibilidad, y decidió cambiar de estrategia…
Tomó de la galera de sus engaños un rostro y una voz seductora para de ese modo dirigirse a ti.
_¡Qué bella mujer! _exclamó_ ¡Y qué fuerte!... No obstante creo… es decir, me parece que tu Señor no te cuida bien… Tan grande es tu belleza que no deberías estar combatiendo… ¡Estás herida y cansada! ¿No quieres tomarte un pequeño descanso? ¿No te lo mereces, acaso?...
Y tú lo escuchaste. Percibí en mis entrañas tu propia percepción: nunca antes te habías sentido ni herida ni cansada (si vencías el poder enemigo sin ningún esfuerzo)… pero al recibir tus oídos la voz disfrazada del Enemigo, te sentiste muy, pero muy agotada…
_Sí, es verdad _te dijiste_ merezco un descanso. Soy muy bella como para lastimarme, es justo que me cuide un poco… total… mi Señor está muy lejos y me dejó aquí sola, en medio de mis enemigos…
_Yo te ofrezco un lugar para reparar tus fuerzas… Un bañito tibio no te vendría mal… Así se curan tus heridas y se refresca tu piel hermosa…
De pronto te vi aceptando la oferta del Enemigo… vi tu cuerpo (ya ni tan fuerte ni tan joven) sumergido en una deliciosa tina. Ensimismada en la grata sensación del agua tibia, tu mente comenzó a adormecerse y a perder claridad…
_Mi Señor está lejos… yo estoy acá sola… no me quedó otra alternativa… mi Señor entenderá…
Con este dolor yo desperté. ¡Pero no soy yo quien debe despertar! ¡Tú eres la que debes despertar! El mundo te necesita, te necesita como eras: joven y fuerte, y por sobre todas las cosas, libre de todo poder vanidoso; pues eres poderosa cuando no tienes poder, y eres impotente cuando detentas poder…
¡Despierta! El mundo te necesita. En realidad no te necesita a ti, necesita al Dios (potencia de amor, vida y salud) que nos reveló Jesús, necesita del poder humanizador de sus enseñanzas, de la sabiduría compilada de su Palabra. ¡No hables tanto sobre ti misma! ¡Deja de perder las pocas energías que te restan en justificar tus estructuras y en discutir tus dilemas! ¡Habla de Jesús!
¡Despierta! Sacude el letargo de tus clarividentes pensamientos. ¡Sal de tu ensimismamiento! No te preocupes por ti misma, no pierdas tu celestial tiempo amargándote por los muchos que ya no pisan tus templos, que desertan de tus galerías, que dejan de deambular por tus estructuras… No te preocupes por ti misma… preocúpate por el ser humano: ¡duélete de su dolor! Abre tu regazo para recibir al herido, al pobre y sufriente, al enfermo, al marginado… y si, abierto tu regazo, aquellos no ingresan en tus atrios, tal vez debas cuestionar tus modos de acogida, no seas que con tus labios atraigas y con tu mano repelas; o con tus brazos atraigas y con tu pensamiento repelas.
¡Despierta! Princesa del Señor, despierta a un mundo nuevo, despierta renovada al clarear de la nueva cultura. Abre tus puertas y libera al Dios que tienes retenido en tus libros doctrinales, en los confesionarios y en los templos. ¡Dios sale en búsqueda del hombre! Pero es inútil que tú lo declames si no lo haces… Deja de contradecir tu propio mensaje… Si Jesús es humilde y monta en un burro ¿por  qué tienes tú bandera, estado y posesiones? Si hablas del derecho de los pueblos, por qué eres tú monarquía?
¡Ay mi Señor! Aunque sé que todo lo perfecto está en el cielo, mientras que aquí el agua turbia corre para purificarse… ¡Cómo deseo un tiempo fresco de evangelio para el mundo! ¡Cómo deseo escuchar el eco de tus palabras redimiendo la humanidad de lo humano! ¡Cómo te deseo presente en nuestras calles y en nuestras plazas!
¡Ay mi Señor! Aunque mi rostro sea anónimo ¡Cuánto deseo decir lo que percibo! Y cuánto deseo se escuche este lamento; y que de lamento trueque en cantos de victoria. ¡Victoria! Por fin no es la Iglesia la que triunfa (si ella es sólo un medio) el que triunfa eres tú, y es el hombre, y es la mujer, y es el mundo… Un mundo más humano y humanizante. Humanizador.

Cuando las instituciones religiosas deforman el rostro de Dios


A pesar de que vivimos en medio de una sociedad prevalentemente atea, yo encuentro que resurge en diversas personas un alto interés por desarrollar su parte espiritual, que es aquella zona psíquica y afectiva donde nos comunicamos con lo Trascendente.
No obstante hay muy poca “simpatía cultural” hacia las religiones altamente institucionalizadas, tal como es el caso de la Iglesia Católica. Las razones de esta escisión cada vez más acentuadas poseen una complejidad y una variedad tal que describirlas y analizarlas sería escribir tomos y más tomos sobre este particular.
La iglesia culpa a la cultura de haber convertido al hombre y a la mujer posmodernas en individuos “light”, con poca capacidad para el compromiso con los valores perennes, consumistas, materialistas, hedonistas… Y la cultura culpa a la Iglesia de oscurantista, medieval, alejada de la realidad, cultora de valores caducos, enemiga de la libertad del hombre, de su progreso, de su placer y goce de la vida. Ve en ella un poder paternalista que manipula a las conciencias atemorizándolas con el fuego eterno, o estanca el genuino desarrollo personal y social adormeciendo el dolor presente con una infantil esperanza de premio futuro.
Si a ello le sumamos una cantidad generosa de personas que, habiendo crecido al calor de sus grupos juveniles y/o parroquiales, de pronto se vieron alejadas de ella por motivos diversos (malas experiencias de la catequesis, de los grupos, de la confesión sacramental; disidencias ideológicas; situaciones personales y familiares fuera de la ley de la Iglesia; escándalo por mal ejemplo de alguno de sus miembros; o simplemente el no sentirse contenido, comprendido, aceptado tal como se es dentro de la misma…), nos da un panorama bastante crítico de la tensa relación entre Iglesia y Cultura.
En esto hay algo que me resulta curioso (¿curioso? ¿cabe ese vocablo?)… Pues sí, curioso… Y es que el Dios del que nos habla Jesús, no tiene nada que ver con esos rasgos paternalistas que se delinean en el perfil de la Iglesia. Dios no siente desconfianza o temor del ejercicio de la libertad humana, aún cuando ésta se equivoque, pues equivocándose se aprende. ¿Dios enemigo del placer, enemigo del sexo? ¿No inventó Dios, acaso, a ambos? (y convengamos que es un gran invento -¿cuántos le darán las gracias por ello?)
Dios quiere atraer al hombre por su belleza, entablando con él un vínculo particularísimo… con cada ser humano, cada uno, independientemente de su condición racial, social, sexual, religiosa, personal… Quiere hacerse compañero de camino de cualquier, de todos, de cada transeúnte  lanzado desnudo a la aventura de vivir, desafiado a construir su ser sin un manual de instrucciones, a pura intuición. Dios se ofrece como esa presencia suave, no invasiva, que conjuga sabiamente el respeto por las radicales decisiones del ser humano y la necesaria guía interior que lo orienta a sacar lo mejor de sí. Por eso la antinomia Dios-libertad es la absurda mentira cultural y religiosa que por siglos entramparon y bloquearon procesos personales y sociales. El hombre no necesita que Dios muera para ser libre; Dios no necesita que el hombre muera psicológicamente (se bloquee) para ser Dios. Dios ama la libertad del hombre, Dios provoca la libertad en el hombre, Dios requiere la libertad del hombre para manifestarse. Sin libertad de conciencia no hay amor, sin libertad de pensamiento no hay conocimiento, sin libertad de acción no hay plenitud de ser; es por ello que Dios no sólo no teme sino que incluso promueve, incita, motiva, anima activamente nuestro ejercicio de libertad.
Si por “cristiano” entendemos al que cree en el Dios que nos mostró Jesús, el cristiano es la persona que más goza de su libertad interior, más procura su propia construcción de ser, y más se inquieta y activa en la búsqueda de un mundo más humano. Diferentes “ideologías religiosas” acentuarán un aspecto sobre (y a veces a pesar) de otros, pero las enseñanzas de Jesús son un todo abarcativo, que se expanden por donde la complejidad del hombre y del mundo tienden a difundirse, armonizando y realzando todos los aspectos, sin desperdiciar, desvalorar, o mucho menos anular ninguno.
El prototipo del religioso, como un sumiso y pasivo fiel de cabeza gacha, sin criterio propio, que en todo teme ofender a Dios, desconfiado de sí mismo, cerrado a la novedad de la cultura, recluido en sus propias comunidades fuera de las cuales se siente extraño, resignado a sus propias limitaciones, que, peligrosamente, en muchos casos sacraliza,  es un absurdo contrasentido si logramos penetrar en el corazón del Evangelio.
Por cierto, la Iglesia en su predicación no dice nada distinto de todo esto. Ya no se explota (salvo en ciertos sectores comúnmente definidos como tradicionalistas) el temor al infierno o a la ira de Dios para incentivar la conducta religiosa, reivindica el  papel de la conciencia personal e insiste en que “Dios es amor”… Pero la herencia de aquella predicación que por lo menos por un milenio dominó la cultura es demasiado pesada como para revocarla de modo visible, máxime cuando la nueva visión del hombre y del mundo no ha logrado penetrar sus estructuras institucionalizadas. Por supuesto que Ella habla de un Dios Padre, que nos ama y nos libera, pero hasta que no transforme su modo de mirar y valorar a sus fieles laicos, no revise su modo de ejercer la guía espiritual, entre otras cosas, seguirá borrando con el codo lo que escribe con la mano.

martes, 24 de julio de 2012

Para combatir la ansiedad por el futuro

Es muy frecuente escuchar y leer de diversas fuentes sobre el milagroso poder de la fe. Esta idea es repetida una y mil veces con matices diferentes: “No renuncies a tus sueños, y se harán realidad”, “ten fe en ti mismo y lo lograrás”, “cree en las fuerzas del universo y atraerás las energías positivas”…

Para las personas que tenemos una cierta tendencia a la angustia por el futuro y a la desesperanza no solemos dar crédito así no más a estas afirmaciones. Si fuera todo así de fácil… Parece una propuesta ingenua, cuando no infantil.

Yo encuentro que no es tan fácil tener fe. No es tan fácil caminar a la intemperie confiando que habrá refugio cuando vengan las tormentas. Yo soy del tipo de persona que precisa anticipar la fecha y hora de la tormenta y llevar el refugio en mi valija, (como si ello fuera posible), de tal suerte de tenerlo a mano. Programo, planifico, realizo proyectos y presupuestos, y a todo este proceso anticipatorio lo realizo con una altísima dosis de angustia, temiendo siempre lo peor.

Pues bien ¿Qué logro con todo esto?: por cada tormenta real que acontece en mi vida, me he inventado unas diez por lo menos; encima, la tormenta que realmente cayó casi nunca tuvo que ver con el lado en que la esperaba; vivo permanentemente angustiada… al vicio, pues generalmente lo malo que temo (gracias a Dios) no acontece; me enojo cuando mis planes, mis proyectos y presupuestos no suceden tal cual lo planificado; la sensación del presente, con su oferta de pequeños o grandes gozos, se diluye, razón por la cual termino por disfrutar nada… ahorro dinero cerrando la puerta de mis gastos, y el mismo se me escurre por la ventana de los imprevistos.
La fe de que la Providencia de Dios me ofrecerá refugio cuando se desaten las tormentas me resulta todo una apuesta existencial, casi como arrojarse al vacío. No obstante las veces que lo he intentado, no me ha ido nada mal.

Jesús nos aconseja en el Evangelio “Por eso les digo: no se inquieten por su vida pensando qué van a comer, ni por su cuerpo pensando con qué van a vestirse. ¿No vale más, acaso, la vida que la comida y el cuerpo que el vestido? ¿Quién de ustedes, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida? No se inquieten entonces diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos o con qué nos vestiremos? El Padre que está en los cielos sabe muy bien que necesitan esas cosas. Busquen primero el Reino y su justicia y lo demás se dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo.  A cada día le basta su aflicción” (Mt 6, 25.27.31-34)

Y yo encuentro una gran liberación cada vez que puedo descansar en la certeza del cuidado de Dios sobre mí.

Algunas observaciones sobre la vida me han ayudado a generar confianza:

  • Gracias a nuestra razón e imaginación podemos anticipar ciertas cosas del futuro, de algún modo todas nuestras actividades se desarrollan como procesos que lo implican, por eso considero prudente planificar y programar siempre y cuando esto no nos impida vivir intensamente el presente, sabiendo que en definitiva el único momento que manejamos realmente es el “aquí y ahora”. Las ocasiones para disfrutar se presentan a diario, y si tenemos nuestra cabeza puesta excesivamente en el futuro, no las sabremos descubrir y apreciar.
  • El futuro, así como puede deparar dificultades impensadas, también puede ofrecer oportunidades fuera de nuestra previsión.
  • Que nuestra mente no vea salida a nuestros problemas no significa que no la haya. Dios tiene sus propios caminos para conseguir lo que parece imposible.

Todo se apoya en la certeza de la disposición Divina a cuidarnos y protegernos. La veracidad de esta afirmación se comprueba en la propia vida, sólo que hay que tener una visión realista sobre la misma. Cuando tenemos la impresión de que nada bueno nos ha sucedido, y nos resistimos a ver las cosas de otro modo, hay que sospechar que, consciente o inconscientemente, estamos estancados en alguna mala experiencia existencial que todavía no hemos superado.

Es posible sentirse incapacitado a creer, a pesar de nuestro deseo de hacerlo. En ese caso es importante pedir el don de la fe (una breve y simple oración basta, tal como “Dios, dame fe”), y repetirla mentalmente hasta recibir lo pedido.

Si ante la perspectiva de la cercanía de Dios experimentamos desconfianza, temor o amenaza, hay alguna idea o experiencia que está bloqueando nuestra percepción de la realidad. Y este tema merece un tratamiento aparte.

Del futuro, preveamos hasta donde nos sea posible y nos sintamos en paz con nosotros mismos. Mientras, vivamos intensamente el presente, sobre todo gozando de sus buenos momentos. Y  en todo encomendémonos a Dios.